domingo, 12 de enero de 2014

De Susa a Fathiya



Fue la primera vez en toda mi vida que realmente no supe qué ponerme para ir a la playa. Siempre he estado gorda, pero eso nunca ha sido impedimento para vestir traje de baño como hacen las mujeres en cualquier parte del mundo, y por supuesto que no me refiero al tanga ni al bikini, pero estoy acostumbrada a caminar por la arena destapada de piernas, muslos, brazos y pecho sin que esto constituya una perversidad. De hecho, ya por aquello de los cuarenta años cumplidos me había comprado un modelito recatado; ya saben, la minifalda y camisa larga de manguillos anchos sin escote frontal. Ahora que lo recuerdo, no sé en qué pensaba aquel 24 de abril del 2013, cuando por primera vez rumbo a Libia, a último momento, lo eché por uno de los huecos de la maleta. ¡Caribeña tenía que ser!


Bueno, pues me puse mi recatado outfit de playa y mi esposo que entra al cuarto y me mira con cara de “la hora que es y no te has vestido”. Antes de que abriera la boca le pregunté si así estaba bien y al tiro contestó riéndose; “Sí, estás bien si lo que quieres es ser viuda.” ¿Viuda por qué? Pregunté yo, y contestó que vestida como iba en un país como Libia daba pie a que cualquier hombre me faltase el respeto y él tener que defenderme, aunque esto significara pelearse hasta que uno de los dos perdiese la vida por honor. Esto no es Turquía, dijo. ¡Taman! Contesté. Que me cubro enseguida; pantalón largo, ancho y oscuro de algodón, túnica tipo kurti hasta mitad de muslo en azul celeste, gafas de sol, de las grandotas y por supuesto hijab cubriendo cabeza y cuello.


Mientras bajaba las escaleras mi esposo me comentaba que con nosotros viajarían su madre y una de sus hermanas solteras, que en el otro auto iría una de las hermanas casadas, con su esposo y las dos nenas. O sea, que si no perdía la vida en una afrenta callejera, quienes lo mataban al verme mostrando las carnes hubiese sido su propia familia.


¿Y a cuál playa vamos? Pregunté. “Vamos a Susa, una playa que está a casi tres horas de distancia. Queda en el área de Al Bayda, donde ya has estado, más allá de las ruinas de Cirene que tanto te gustaron.” ¿Pero por qué tan lejos si todo Bengasi y la ruta hasta Al Bayda es costa mediterránea? Pregunté. “Es que Susa es realmente bonita, y es la que más nos gusta a la familia, a ti también te gustará. ¡Ya verás! ¡Ah Aziza! Recuerda que a los mayores de la familia siempre se les cede el asiento de enfrente, es una cuestión de respeto y cortesía.” ¡Taman! Contesté, que significa ‘Ok’ en lengua turca pero que es de común usanza aquí.  Así fue como se me inflamó mi rodilla derecha tras 3 horas de viaje al noreste de Libia sin parar. Mi cuñada, gafas y audífonos puestos sin abrir la boca, mi suegra hablando sin respiro, aunque ninguno de los dos hijos le contestara; mi esposo manejando pendiente al carro del cuñado y de vez en cuando echándome una miradita por el espejo retrovisor, yo con un dolor en toda la pierna a punto de abrir la puerta y tirarme a rodar, pero sin atreverme a hablar.


No habíamos salido tan temprano y el viaje estaba programado para regresar esa misma noche a Bengasi, una parada representaba menos tiempo de disfrute en Susa. Así que ni modo, a tararear las canciones que sonaban en la radio como si me las supiera y jugar con el viento como cuando era pequeña y mis padres nos llevaban a mi hermana Yazira y a mí de paseo. Bajábamos el cristal de la guagüita Toyota Corolla del 81’, sacábamos las manos a palma abierta y de pulseo con el viento todo el viaje hasta llegar a algún río en Ciales, a las charcas de Jayuya, al lago Guajataca en Quebradillas, a playa Los Tubos o Mar Chiquita en Manatí o hasta más lejos para llegar a isla Mata La Gata en La Parguera; a donde fuese que mis padres se antojaran de hacer turismo interno o visitar a parientes y amistades.


Transitábamos una recta de esas que te dan la impresión de que el camino no tiene fin y que por más que se maneje no se llega a ningún sitio, cuando noté que en medio de la carretera frente a las dos únicas estructuras existentes que parecían superpuestas en aquel paisaje desértico tipo tapiz, había una línea de peñones. Como si alguien hubiese intentado marcar la división entre dos carriles, el de ida y el de vuelta. Me estuvo curioso y le pregunté a mi esposo, quien me explicó que algunos comerciantes lo hacían para llamar la atención de los conductores, buscando que reduzcan la velocidad y se fijen en su mercancía. ¡Vaya estrategia publicitaria! Le comenté que me parecía algo peligroso y contestó que el peligro era algo muy común en Libia, que era necesario acostumbrarse.


Al poco rato la ruta nos mostraba un paisaje diferente, se comenzaban a apreciar los azules de mar y cielo fundidos en el firmamento. Íbamos descendiendo y veíamos como el mar se transformaba en una falda danzarina que con encajes de espuma adornaba un poblado. Mi esposo me dijo; “Por esto preferimos viajar más de tres horas. ¡Bienvenida a Susa!” De inmediato saqué mi celular y comencé a fotografiar casi por encima de mi cuñada quien tenía la ventana privilegiada. Entonces mi esposo recibió una llamada, hablaba en árabe, mi suegra se puso nerviosa y comenzó a llorar implorándole a Dios por el bienestar de su hija y la familia, mi cuñada enfadada le gritaba a la madre que por favor se controlará, mi esposo pegó la vuelta; su cuñado había tenido un accidente unos veinte minutos atrás.


Ya lo había dicho yo, que esos peñones podían costarle la vida a alguien. Gracias a Dios nadie salió herido pero el auto necesitaba ser transportado en grúa a Bengasi. Había unos hombres ayudando, mi esposo nos dijo que tomáramos nuestras pertenencias y entráramos a la casa aledaña al local comercial. Le pregunté que cómo íbamos a entrar a una casa extraña y me pidió que siguiera a su madre y a la hermana que había mujeres esperándonos para encargarse de nosotros. Un niño nos condujo.


Una vez frente a la puerta de hierro, el niño tocó una campana y nos abrieron otros niños. Había pequeños de todos los colores y tamaños, era una estructura muy pobre, el piso de la entrada estaba cubierto de alfombras espeluzadas y cojines desteñidos. Eran todas mujeres sentadas formando un círculo; se trataba de una familia beduina. De entre los niños salieron nuestras sobrinas, nos abrasaron llorosas, aún se podía sentir el ritmo frenético del corazón, tenían un tambor en el pecho y mi cuñada, la madre de las niñas se abrazó a llorar con mi suegra. En ese momento su hermana, la de las gafas grandes, me comentó que debía tranquilizarse porque estaba en su cuarto mes de gestación y esta vez tenía que ser el hijo varón que tanto añora cualquier familia árabe.


De inmediato nos invitaron a sentar, a ponernos cómodas, pero yo necesitaba estirar mis piernas, mi rodilla se sentía como si le hubiesen entrado a marronazos. Me seguían halando de brazos y presionándome los hombros para que me sentara, entonces expliqué en mi inglés con acento de Sofía Vergara que prefería estar un rato de pies, que me dolía la rodilla. Se produjo un silencio total, niños y mujeres me miraron como si fuese una extraterrestre y los que quedaban dentro de la casa encontraron motivos para asomarse, todos agolpados en la puerta de entrada. Yo miré a la única de mis dos cuñadas allí presentes que masticaba un poco el inglés, sí, la soltera de gafas grandes y cara montada, y ella resignada a hacer de intérprete aun cuando no tiene ganas, explicó a la multitud de mujeres y niños que yo no hablaba árabe. La mujer más vieja de la familia, la matriarca, le preguntó qué de dónde éramos, mi cuñada dijo, “nosotras palestinas y ella de América” y todas comenzaron a reír gritando; “¡Ameriquiya! ¡Ameriquiya!”, celebrando mi origen. En medio de las expresiones de asombro y la algarabía, le decía a mi cuñada que les explicara que era de Puerto Rico, un archipiélago en el mar… Ella a su vez hacía gestos con la mano y torcía la boca diciéndome que lo dejara así, que me olvidara, que causaría confusión. Finalmente me senté.


La matriarca exhibía los tatuajes característicos de las mujeres beduinas de Libia. Son tatuajes en áreas de la barbilla y la frente de tinta permanente que con el tiempo se torna color verduzco. También vestía una pintoresca Abaya y tenía todo el oro que cuerpo alguno podía llevar, eran prendas antiguas, ya sin brillo. La recuerdo obesa, de pocos dientes, piel tostada, ojos alegres, brillosos, de hablar y reír alto, de ademanes, gestos y palabra firme. Daba órdenes a todas las demás. Me presentó a cada una de sus doce hijas, a algunos de los casi vente nietos e hizo venir a la hija más joven que se casaba al día siguiente. La joven nos mostró los tatuajes de henna que se había hecho para la fiesta de esa noche, traía hermosas flores dibujadas en manos, brazos, piernas y pies.


Al menos a mí se me olvidó que habíamos llegado allí por un accidente, realmente me sentía como la invitada de honor en una gran fiesta de mujeres beduinas. Entonces la trajeron a ella, hicieron un espacio entre los cojines contra la pared y la sentaron. Se llamaba Fathiya, la hija, la hermana, la tía con parálisis cerebral y extremidades deformadas. Casi no pude hacer contacto visual con ella, apenas me miró se abalanzó sobre mí, metió su cabeza entre mi pecho y mi brazo izquierdo, justo en el corazón, y allí se aferró acunándose, dejándome a mí y a todos perplejos. Mis sobrinitas se reían y mi suegra me miró de una forma dulce y especial, como si fuese la única en entender. La matriarca comenzó a reírse a carcajadas celebrando, las demás la seguían, yo estaba sin palabras, me imagino que con cara pasmada y la mujer le pedía a mi cuñada que me tradujera. “¡Que te quiere! ¡Que le gustas! ¡Que la abraces!” La rodee con mis brazos y le pasaba la mano por su cabello crespo, corto, desarreglado. ¡Ay! No sé cómo explicarlo, pero fue algo intenso, un sentimiento sobrecogedor que logró tocar todas las fibras de mi ser. Yo sentí amor.


Una de las hermanas me la quitó de encima la acomodó en el espacio que le habían preparado y trajeron bandejas con melocotones, higos y dátiles. Fathiya no paraba de mirarme, de sonreír con todos sus dientes asomados. Fue cuando pude mirarla, mirarla bien, hasta la profundidad de sus ojos. Eran ojos grandes, un poco desorbitados, líquidos y brillantes, como si fueran dos lagos oscuros, portales a otra dimensión. Deje de escuchar a las mujeres y a los niños despeinados que jugaban contentos, indiferentes al acontecimiento. También había una niña muy pequeña, rubia y de piel tostada, me miraba con reserva y desconfianza, yo hablaba un idioma que posiblemente nunca había escuchado.  


Yo sólo quería continuar en contacto con el espíritu de Fathiya, el que según ellos yo le gustaba, me quería y al verme se metió en mi corazón. El resto interrumpía, nos estorbaban. Trajeron las bandejas de comida; arroz con nueces, y cordero estofado con papas. Llegaron canastas de pan y botellones de refrescos. Los niños sacaban bandejas para llevarle de comer a los hombres que esperaban por la grúa a orillas de la carretera. Por ser viernes el asunto de la grúa se dificultaba, pues como ya les he contado, el viernes es el día para congregarse en la mezquita, alabar a Dios y luego compartir en familia, no se trabaja.


Eso de comer sentada en el piso, con cuchara y de una bandeja comunal aún me cuesta, pero no me quedó otro remedio, tenía hambre y todos miraban esperando que fuese la primera en probar, y supongo yo, decir si me gustaba o no. Miré a mis cuñadas y a mi suegra porque ellas ya van conociendo mis manías, saben que no como cordero ni soporto su olor que, por cierto, estaba todo sobre el arroz. En nuestra casa mientras ellos se sientan en el piso de la cocina y comen con cuchara de la misma bandeja, a mí me sirven de todo en un plato individual y me sientan en una mesita que está en la misma cocina, así comemos juntos sin yo molerme las rodillas. Mi suegra me hizo el gesto de ¡Come! Y yo pues comí de una esquinita donde agraciadamente el arroz estaba seco y le majé una papita que no traía mucha salsa, un pedazo de pan y todos contentos.


Tan pronto recogieron las bandejas, Fathiya se arrastró hasta ubicarse justo frente a mí, como si hubiese estado esperando la oportunidad, me sorprendió con un manotazo que alcancé a interceptar en el aire. Quería jugar conmigo. Le soltaba la mano y venía el siguiente manotazo; su cara se deformaba de alegría. Los niños alrededor reían, Fathiya se movía frenética, aplaudía y soltaba carcajadas, mientras una de las hermanas le secaba las babas. Era todo un espectáculo. Así estuvimos mientras las mujeres de mi familia y las beduinas conversaban sobre el gran acontecimiento del día siguiente, la boda. Llegó una chica con la bandeja del té. Le pasó la bandeja a su madre, la mayor de las hijas de la matriarca, quien se ubicó frente a mí y me pidió especial atención. Con un talento y maestría admirables aquella mujer levantó la tetera estilo árabe (esas de cuello largo y boquilla angosta) y así desde lo más alto posible dejó caer el potente y sonoro chorro aromático de té, hasta el vasito de cristal transparente que esperaba quietito sobre la bandeja colocada en el suelo, y todo ello sin perderse ni una sola gota. ¡Bravo! Yo celebré y aplaudí su demostración como si hubiese presenciado el mejor de los espectáculos y Fathiya también aplaudía. Y así las dos, las más amigas, las más divertidas del grupo; éramos felices mientras la matriarca nos contemplaba y reía. “¡Mashallah! ¡Mashallah!” decía la mujer elevando sus brazos.

 

·         [Inshallah se traduce “si Dios quiere”, mientras que Mashallah es “lo que Dios ha querido”. Podría compararse a un “la gloria es de Dios” y comúnmente expresa alegría y satisfacción ante una persona o un suceso positivo. Por ejemplo: si una mujer aparece vestida de novia y se ve hermosa o nos muestra su título universitario, quienes la admiran y comparten su alegría expresaran; ¡Mashallah! Mashallah! Si un amigo nos invita a su casa y es hermosa; ¡Mashallah! ¡Mashallah! Si vemos un bebe encantador y tierno, ya saben, Mashallah…]

 

Habían pasado tres horas, cuando un niño entró corriendo, anunciando que el auto ya estaba sobre la grúa, que nuestros hombres nos esperaban. Me sentí triste. Comenzamos a despedirnos y aunque quería una foto de ese momento, no me atreví a pedirla, pues a la mayoría de estas mujeres no les agradan las fotos y preferí ser respetuosa y llevarme el recuerdo en mi corazón. Me sentí tan a gusto rodeada de aquellas mujeres que quizás al mirarnos unas con otras éramos tan diferentes, pero que allí, en aquel punto de algún lugar en aquel valle desértico del noreste de Libia, el destino nos había juntado. Ese viernes salí de Bengasi con la ilusión de llegar a Susa y regresé con la bendición de haber conocido a Fathiya, esa fue la voluntad de Dios. ¡Alhamdulillah! 


[Alhamdulillah es una expresión árabe que indica que estamos bien, que todo está bien y nos sobrecoge un sentimiento de agradecimiento a Dios en forma de alabanza.]


Me gusta pensar que Fathiya nos conocemos de otro tiempo, que la mano de Dios nos regaló la oportunidad de un rencuentro, que su espíritu reconoció de inmediato al mío y que al encontrarnos y al despedirnos, cuando Fathiya puso su carita en mi corazón me hablo profundo con ese lenguaje de latidos, esa transmisión de energía capaz de anudarme la garganta. Así abrazada y sintiendo sus pulsaciones le dije en el más absoluto e íntimo de los silencios; gracias por tu alegría al encontrarme, por el amor y todo lo innombrable que hemos compartido en el día en que se alaba a Dios. ¡Hasta luego! Le besé la frente, me di la vuelta y a mi espalda sentí cerrarse aquella mágica puerta de hierro. Caminé secándome las lágrimas, pero sonriendo, contenta de haber tenido la bendita oportunidad de compartir con todas esas mujeres maravillosas y hospitalarias que con humildad y tanta generosidad nos recibieron, alimentaron y cuidaron de nosotros. ¡Que Dios bendiga a tolos los beduinos del mundo!

Mi suegra me cedió el asiento de enfrente, y junto a las niñas le contaban a mi esposo sobre mi maravilloso encuentro con Fathiya. En una ciudad a mitad de camino esperamos más tiempo por un cambio de grúa, caía la noche, las niñas, mi suegra y mis cuñadas dormían apretadas en el asiento de atrás, mi esposo manejaba en silencio y yo aún estaba con el pecho repleto de emociones que me conmovían al punto de continuar sonriendo con los ojos aguados. Entonces mi esposo me dice; “Y luego me preguntas que por qué te quiero.” Cerré los ojos y para cuando los abrí ya estábamos llegando a Bengasi. Esa noche me fui a la cama con la certeza de que Fathiya y yo habíamos cumplido con uno de esos acuerdos de amor que los seres hacemos cuando en forma de alma recorremos los mundos espirituales. Y convencida de ello exclame para mí;  ¡Allahu Akbar! Que quiere decir, Dios es grande.

*El nombre Fathiya significa victoria.


De regreso a Bengasi...
 A las primeras tres fotos las he titulado, las fotos Shufis (Shufti / Shufty):
Shufi significa “mira” y si se dan cuenta el anciano de Jalabiya blanca viene sólo a eso… a mirar. Se acerca, pegunta qué ha pasado y sigue su camino. ¡Qué mucho nos hemos reído con esta foto secuencia de Shufi!

 





Acá mi esposo, como cartel cinematográfico de la versión árabe de James Bond. ¡Jaja!


 
 

Posando en el puente Wadi Al Kuf...

El Puente Wadi Al Kuf es un puente situado a 20 km al oeste de Al Bayda, Libia. Es el segundo puente más alto de África con longitud total de 477m. Fue diseñado por el italiano Riccardo Morandi ingeniero civil. 

12 comentarios:

  1. Me encantó tu relato, pero a la vez me has hecho reir con; lo de tirarte del carro y rodar y que le habian entrado a martillazos a tu rodilla. Bendiciones...,

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  2. Ayy chica, siempre en alguna parte de tus relatos se me salen las lagrimas de tanto reir, Wallah! Jajajaja te pasaste con eso del traje de baño desde que empece a leer que lo echaste a ultima hora en una esquinita, y cuando te dolia la rodilla y te querias tirar del carro.... Kuajajajajajajajajajaj... De verdad q me encantan tus relatos, Wallah!

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  3. Asi estaba escrito. Maktub. Gracias por compartir!

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  4. Me encanto tu relato, y me maravillo de como esa familia que las acogio por horas, les sirvio comida como si las hubiesen estado esperando. Tambien fue conmovedor el encuentro con Fathiya, quizas una reencarnada.

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    1. Jijiji! Es que les caímos picando la hora del almuerzo, que aquí puede ser entre 1.00pm y 3.00pm, porque se cena ya entrada la noche. Luego me enteré que ellos alquilaron esa casa para los días de festejo pero que son de otro pueblo, en ese momento supe que volver a ver a Fathiya sería muy difícil. Ah! Y supongo que donde comen unos 30, comen 37. Alhamdulillah!!!

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  5. Como siempre fascinada con tus relatos! Me reí y tambien lloré con tu encuentro con Fathiya...tienes un corazón gigante!! Y tu inglés de Sofía Velgara...jajajajjaa!!

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    1. En otras palabras... Te lo viviste! Que bien! Mi inglés es de Sofía Vergara y el de mi esposo parecido al de The Dictator o Pi Patel... Lol

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  6. Me has hecho llorar.....necesitaba recordar la sencillez de la comunicacion sin palabras que viviste tu.....

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  7. Wow! No había leído este relato, creo que es el más que me ha gustado de todos!

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