viernes, 24 de julio de 2015

En jaima



- Que se casa el hijo del mejor amigo de mi cuñado Abu Waleed y han invitado a todas las mujeres de la familia. Mi madre ha dicho que vas con ella y que no aceptará negativas por respuesta. Dijo Marido.

- ¡Tamam! Le contesté.

 

¡Pal’ ululeo!

 

 

Dieron las 4:00 p.m. cuando mi suegra Halima venía del brazo de su hijo y acercándose a la puerta del asiento del pasajero me hizo señas para que no me bajara a saludarla, ya frente a mí, me acarició la cara y me preguntó cómo estaba.

 

Según la costumbre la madre siempre tiene la preferencia en todo por encima de la esposa, incluso para el asiento delantero del vehículo, a menos que entre los pasajeros haya un hombre de la familia, sobre todo si es el padre.

 

Fuera de estos casos la esposa tiene la preferencia sobre las otras mujeres a menos que se trate de hermanas o tías ancianas; los mayores siempre tienen preferencia, recordemos que en familias numerosas las tías no siempre son mayores y las hermanas no siempre son todas jóvenes. Otro dato a mencionar es que de encontrarse alguna mujer en el vehículo, el conductor no podrá transportar a ningún hombre que sea ajeno a la familia, así que eso de darle “pon” (un aventón) al “pana” (amigo) o al vecino, no procede.

 

Cuando insistí en cederle el asiento en muestra de respeto, me dijo que no era necesario y de inmediato abordó el auto. De su residencia a la de mi cuñada Haná hay apenas unas tres o cuatro calles así que tuvimos el tiempo justo de saludarnos y ella preguntarme por mis padres y mi hermana Yazira, siempre lo hace.

 

Mi cuñada Haná había ido por mi otra cuñada, Fatin y las niñas. Así que mi esposo decidió llevarnos directamente a la recepción nupcial, convenientemente a otras tres calles desde la casa de su hermana.

 

Al-Kwayfiya es un barrio costero a las afueras de Bengasi, básicamente es un poblado donde todos se conocen. Cuenta con su propio hospital  público con unidad cardiovascular, estación de policías, una de las cárceles más grandes de la región, farmacias, panaderías, carnicerías, colmado y todo tipo de comercio. De hecho desde que recrudeció la guerra en Bengasi los residentes de Al-Kwayfiya y barrios limítrofes evitan llegar hasta Bengasi, pues además de librarse del insoportable tráfico en la única ruta que provee entrada y salida a la ciudad, también evitan exponerse a quedar atrapados en áreas de combate o ser la víctima de una bala, misil o bomba perdida, sí porque aquí  todo ese tipo de desgraciadas situaciones se le atribuyen a accidentes, a proyectiles perdidos (hasta las bombas) y nadie se responsabiliza.

 

Además como último, es relevante mencionar que la población del barrio es de predominancia palestina. Casi todas las familias extranjeras, que como la familia de mi esposo han adquirido propiedades, lo han hecho bajo el padrinaje de influyentes clanes libios que de alguna manera y “hasta cierto punto” los protegen; los extranjeros no pueden comprar propiedades por sí solos.

 

Llegamos a una calle sin salida con dos casas inmensas y entre ellas un terreno abierto. Las casas, como la gran mayoría en Libia, grandes edificaciones de muros altos y paredes que del empañetado casi nunca pasan; aquí la compañía de pintura “Jotun” sobrevive por obra y gracia y muy poco por ventas y ganancias.

 

De la azotea de una de las casas cayendo en cascada hasta el primer piso colgaba una guirnalda gigantesca de luces intermitentes multicolores que debió ser instalada la noche del compromiso de la pareja; es la costumbre para que todos sepan que en la familia pronto hay boda. Sospecho que los novios son vecinos y aparentemente se han criado juntos.

 

Del grupo de niños que jugaban con pirotecnia en el terreno aledaño se acercaron dos, y después de contestar el saludo a mi esposo uno le informó que si éramos invitados a la boda, las mujeres debían entrar a la residencia contigua (la del novio, la no alumbrada en el exterior) y los hombres podían estacionarse y esperar la llegada de otros. Uno de los niños se acercó a abrirme la puerta, pero cuando me escuchó hablar con mi esposo en inglés se intimidó. Mi suegra le acarició el cabello y le preguntó a dónde deberíamos dirigirnos, el chiquillo sin dejar de mirarme nos indicó la entrada de la casa contigua, como ya había dicho.

 

¡Que sorpresa! ¡En “jaima” (carpa o tienda árabe)! La boda era en “jaima” y no en salón de visita o recepción, que muchas de estas casas tienen. Desde mi llegada a Libia siempre quise estar dentro de una, se usan con motivo de velorio o bodas y en mi caso ya había tenido oportunidad de ocupar una por velorio; pues cuando en el apartamento o casa no hay espacio para que las mujeres de la familia reciban las condolencias también se habilitan carpas como sucede con los hombres; pero “ululeo” en “jaima” nunca antes había tenido la oportunidad. ¡Tremendo!

 

Recuerdo que muchas veces en ocasión de acompañar a mi esposo a transportar a su hermana -la estilista- en horario nocturno, tuvimos que desviarnos porque más de una calle había sido clausurada por alguna “jaima” instalada. Cuando se trata de un velorio sólo se escuchan voces de hombres conversando lo mismo durante siete o nueve noches mientras toman pocillos de café negro sin azúcar y té con menta, mientras que entre sorbos e historias se fuman la vida que al difunto se le ha escapado.
 

Valga aclarar que el cuerpo del difunto se entierra a pocas horas de certificado el fallecimiento y realizar el rito mortuorio islámico, así que el acudir al velorio sin cuerpo presente, es una cuestión de compromiso social en muestra de respeto y estima a los familiares dolientes.

Si es una boda, la música estridente se escuchará  por varias cuadras.

En la entrada apilaban una cantidad inmensa de sillas de resina, de esas baratas que han invadido el planeta tierra y que son una amenaza para cualquier persona en sobre peso. Se erguían formando una alta muralla entre la entrada y el resto del espacio destinado a la gran “jaima”.

 

La jaima (carpa) tenía forma de “ele” y aunque éramos la segunda familia de mujeres en llegar, mesas y sillas estaban ya acomodadas, vestidas y decoradas, tan apiñadas que prácticamente era imposible caminar entre ellas a fin de elegir un buen asiento. Literalmente era necesario abrirse paso levantando silla tras silla, en ocasiones, dejando un desorden tras de sí, desorden que una de las chicas de la familia anfitriona con una sonrisa comprensiva y un poco avergonzada por la inevitable incomodidad se ocupaba de volver a acomodar.

 

Era una boda tradicional de barrio y esto representaba una gran oportunidad para mí, así que le sugerí a mi suegra que nos sentáramos al fondo y si era posible desde una de las esquinas, pues es un ángulo excelente, es más, infalible, si se desea tener dominio visual total de todo lo que acontezca en la actividad y sobre todo del comportamiento de la gente.

 

Aun estábamos atravesando el mar de resina verde gastado cuando las mujeres mayores de la casa vinieron al encuentro con mi suegra. En la comunidad árabe esto significa una cantidad incontable e besos, felicitaciones y bendiciones. Para cuando terminaban y miraban en mi dirección mi suegra decía con orgullo; "ella es la esposa de mi hijo Hani". Pero la verdaderamente orgullosa era yo, que  en ese momento sentía que todo se remontaba a los primeros dos meses después de mi llegada a Libia, como si nada se hubiese interrumpido entre nosotros.

 

En esta casa (la del novio), las guirnaldas de luces multicolores colgaban de los bordes de la ”jaima” y de los postes centrales colgaban grandes lámparas plásticas de luces claras. Esta vez a diferencia de las bodas de salones donde la música es en vivo, la misma estuvo a cargo de una mujer de “abaya” y “Hijab” que manejaba una consola de sonidos conectada a dos bocinas ubicadas a ambos lados de la tarima nupcial. ¡Ensordecedor!

 

La tarima, es otro elemento destacable en las bodas árabes, pero creo que en las libias literalmente, lo es todo y aunque etas familias son palestinas, el estar asentadas por dos y tres generaciones en este país “magrebí” las ha hecho adoptar muchas de las tradiciones culturales libias, como la de no escribir el nombre de la novia en la invitación de bodas para no ponerla en vergüenza. Yo aún no entiendo a qué se refieren con “ponerla en vergüenza” cuando la religión islámica no dice nada al respecto, todo lo contrario y en este caso el toparnos con la “R” mayúscula en sustitución del nombre fue algo que sorprendió a mi esposo, también palestino.

 

La tarima tendría unos dos o tres pies de alto cubierta de alfombras tan coloridas como la tela total de las “jaimas” típicas libias, hablo de amarillo subido, rojo encendido, blanco y azul Persia. El fondo fue forrado por cenefas de tules en colores pasteles y dos ornamentos de corte folclórico libio como el estilo de la decoración.

 

En el centro ubicaban dos sillones platinados tipo tronos, forrados en una tela aterciopelada color rojo con un diseño grabado en el centro del espaldar de colores vivos; destinados a los novios.

 

Las mesas vestían manteles satinados en tonos rojo escarlata y azul lapislázulis, en el centro una caja de chocolates finos y otra de dulces árabes, servilletas floreadas, vasitos desechables y sellados de agua destilada, refrescos, sorbetos, cubiertos, un platillo con encurtidos para acompañar la comida a la hora de la cena y una canasta de guineos maduros (bananas).

 

De inmediato comencé a sentirme contrariada, el calor era insoportable, sofocante y ya estaba toda sudada. Además la silla era de complexión débil y no podía sentarme cómodamente por temor a caer de ella.

 En cuestión de minutos ya picando las cinco de la tarde la “jaima” comenzó a llenarse, entraban grupos de mujeres divididos por familias, en cada uno féminas de cualquier edad desde infantes en brazos hasta ancianas tomadas de la mano, de toda complexión física, estatura, en diferentes tonos de pieles claras; unas de abaya y hijab, otras de niqab y solo las niñas y adolescentes sin cubrir.

 

Las mujeres de la familia anfitriona, que se mantenían trabajando, estaban todas sudadas, con los cabellos chorreados y el maquillaje de los ojos corrido al punto de dar la impresión de que se les andaba derritiendo la cara.

 

El sol castigaba, la temperatura asfixiaba pues en el mes de julio lo normal es que el sol se ponga a las siete y media de la tarde, algunas veces dan las ocho y aún se divisa el rubio.

 

Entre el mujerío, sus saludos, besos y bendiciones divisé a algunas de las mujeres de la familia Abushiera, a la que se supone que pertenezco. Tal y como  había adelantado mi suegra, sólo asistieron mis dos cuñadas casadas que residen en Al-Kwayfiya, (hay una tercera, la menor con apenas veinticinco años de edad, casada, con dos hijos y residente en la ciudad de Sabha a 12 horas de distancia, en pleno Sahara). Junto con Haná y Fatin, entraron nuestras sobrinas, Roaa, Ronda, Reem y Rowa, de entre 12 y 8 años.

 

Mis cuñadas llegaron de abayas y hijabs, las niñas modelaban hermosos vestidos de moda contemporánea, de corte adolescente, de medias de nilón de zapatillas de leves tacones en combinación con sus carteras de fiesta y joyería de fantasía. ¡Cuánto han crecido! Hace dos años y medio, su vestimenta de fiestas era tipo princesitas con tocados de cabello de corte infantil.

 

Mi suegra y yo estuvimos a punto de hacerles señales de humo a fin de que nos identificaran entre tanta mujer parlanchina, pero las niñas nos vieron y dieron el alerta a las madres. Yo había juntado dos mesas justo en la esquina derecha del fondo, pero mi cuñada Fatin de carácter bastante fuerte -como el resto de los Abushiera, incluido Marido- comenzó a acomodar a las niñas en una mesa ubicada frente a la nuestra y luego decidió hacer lo mismo con otra mesa aledaña.

 

Le aclaré que yo había juntado las mesas para estar todas juntas pero que si no le parecía, yo las separaba para que otra familia pudiese utilizarla y sentarse junto a nosotras. Al parecer lo pensó mejor, dejo las niñas en la mesa de enfrente pero acomodó su cartera y la de Haná en la mesa que les había separado. Hana saludó, pero de inmediato se fue a colaborar con las mujeres de la familia, pues allí no cabía una mujer más y ni ellas, ni los niños que servían de ujieres desmontando sillas daban a vasto.

 

 Observé que las mujeres pasadas de peso comenzaban a inquietarse por lo débiles de las sillas, miraban para todos lados dando la vida por otro tipo de silla. Yo quizás lo había disimulado bastante pero por nada del mundo estaba dispuesta a pasar de cuatro a cinco horas con las piernas encalambradas de tanto intentar mantener el equilibrio. Me levanté picando adelante y pedí una silla de madera, desde otra casa se me trajo la única disponible. ¡Ja,ja!

 

-¿A dónde vas Aziza? Preguntaron mi suegra y mi cuñada Fatin, porque siempre que andamos en lugares públicos o en presencia de extraños ellas suelen ser extremadamente protectoras, incluso las solteras, por mucho que no me acepten, en ese momento la prioridad ante la posibilidad de algún peligro o riesgo es proteger a la esposa extranjera del único hermano; incluso lo he podido experimentar por parte del padre de mi marido.

 

Recuerdo que en una boda de salón, la primera a la que fui invitada, necesité ir al baño y mi suegra me siguió sin que yo pudiese darme cuenta, tipo sombra y cuando recién encontré un hueco frente al espejo entre tanta mujer despojándose de su  hijab  y abaya, buscando retocar maquillaje y peinado, ella que me habla inesperadamente y yo tuve que afinar la vista porque entre tanta mujer de tacones y ella tan menudita se me hizo una aparición mística, como uno de esos seres guías que siempre andan cuidándonos la espalda y hablándonos desde la conciencia. ¿Nunca los han sentido o visto?

 

En otra ocasión, en la boda de Mohammad Shehabi y Martha la ucraniana, unas mujeres amigas de la familia me invitaron a bailar tomándome de la mano y mi suegra me tomó del brazo halándome del lado contrario buscando evitar que lograran convencerme de ir al centro del pequeño salón y contonearme de caderas y hombros como el resto, pero entonces una de ellas le fue directa y le preguntó por qué no me dejaba bailar si no había nada de malo en ello.

 

Mi suegra se sintió incomoda, según ella,  por la insolencia de que se le cuestionara siendo una mujer mayor y como "patada voladora", o "daga lanzada al cuello" mi suegra dijo a toda voz que yo estaba embarazada.

 

La mujer que me había estado halando del brazo, me soltó de inmediato, la madre de Mohamaad me preguntó si era cierto, pero yo aún estaba turulata con lo dicho por mi suegra y a la misma vez sabía que no podía desmentirla en público porque sería imperdonable hacerla quedar en vergüenza.

 

Creo que no había podido cerrar la boca o reaccionar de ninguna manera, porque una mujer de cabello castaño y ojos verdes me agitó suavemente de hombros, como para sacarme del "shock" y al oído me dijo en inglés; “Congratulations for your pregnancy Aziza”.

 

Esa era Mai Samy, la amiga palestina que tras 17 meses de conocernos y conversar por Internet, no había tenido la dicha de visitar hasta el día de ayer. Y así fui felicitada por todas las mujeres presentes, que me besaban y ululaban jubilosamente  en celebración de la nueva vida que por obra y gracia de la astuta de mi suegra, de repente y milagrosamente albergaba mi vientre.

 

Sabrán que tan pronto como mi suegra se retiró a orar a otro salón del apartamento, en un aparte con la madre de Mohammad y Mai les aclaré que yo no estaba embarazada y ellas se miraron estallando en risas pero sin enterar al resto. ¡Ay mi suegra!

 

Ya la Jaima estaba a desborde, niñas y niños comenzaban a comer las bananas y abrir los vasos de agua mientras las madres se abanicaban frenéticamente con unos bandejas desechables donde habían colocado los cubiertos y sorbetos. Todas estábamos sudadas y pegajosas dentro de nuestras abayas, jilbabs y hijabs.

 

Finalmente  llegó el impresionante momento del destape, uno de mis favoritos en las bodas árabes tradicionales. A falta de tocador se dio un desvestir colectivo donde abayas y pañoletas parecían volar sobre las cabezas de peinados exóticos o melenas sueltas, como si fuesen volantines de colores que se despliegan como parte de la celebración.

 

Se iban develando las figuras, los escotes atrevidos, sobre todo en las adolescentes o mujeres jóvenes entre los veinte y treinta años. Muchas conservaban los diseños florales tatuados en henna durante la celebración del “Eid” y la noche de la “Henna” que se celebra la noche anterior al día de la boda. También vi tatuajes temporales adornando piernas delgadas, espaldas desnudas y pechos brillantemente escarchados.

 

Maquillajes espectaculares, peinados sumamente elaborados, vestidos de no saber cuál elegir como favorito y melenas sedosas color azabache capaces de embrujar a toda mirada. Las mujeres mayores de treinta y cinco ya son más conservadoras y muchas modelan hijabs de fiestas con muchísima elegancia y estilo al igual que las abayas de gala y vestido conservadores pero distinguidos.

 

Bueno, pues entre tanta palestina, porque dudo mucho que hubiese libias a juzgar por las facciones y tonos de piel (ni una negra, amazigh o tuareg) esta mulata puertorriqueña, antillana, caribeña, latinoamericana y extranjera occidental hizo lo propio.

 

Me retiré mi hijab y liberé mi cabello rizado al natural, ese que llaman crespo, vivo, rebelde, afro, africano y nunca falta el que lo tilda de malo. No me importó la reacción de mis cuñadas, al punto que ni siquiera las miré a la cara, pero sé que mi suegra me observaba sorprendida, pues mientras viví en su casa siempre estuve de alisados, queratinas, secador y plancha.

 

Sentí su mano acariciándome el cabello, tal vez fue la primera vez en sentir la textura de un cabello rizado al natural, no lo sé. Sinceramente no vi que ninguna de las mujeres presentes me mirara despectivamente y miren que desde mi posición tenía el mejor dominio visual del perímetro. 

 

Pero claro, como siempre hay sus excepciones y para variar se trató de mi sobrina Ronda, que es la más traviesa rayando en la demasía, pero que por otro lado reconozco es la más espontánea y creativamente amorosa entre todas.

 

Ronda me miraba y se tapaba la boquita mientras reía y me señalaba como en sentido de burla, entonces velé una oportunidad y le dije al oído; “Shufi, Ronda, Khalto Aziza sudani” (Mira, Ronda, titi Aziza es sudanés), como le llama ella a todos los negros y como los palestinos llaman a cualquiera que realice trabajos domésticos. 

 

Ella puso cara de disgusto y yo me reía, y le dije; “Tío Hani tiene una esposa sudanés, tienes una tía sudanés”. Y la noté confusa, no sabía si reírse o molestarse.

 

Una vez les mostré una foto de una niña negra bellísima de cabello crespo y les pregunté qué les parecía y me contestaron que era negra y que el cabello era muy feo. Esa, se las tenía apuntadita.

 

Por otro lado, un día mi esposo me comentó que unas palestinas habían llamado a Fatin para preguntarle si era cierto que su hermano se había casado con una mujer negra y que Fatin indignada les  dijo que no, que eso no era cierto que yo era "normal" como ellas, las palestinas.

 

Y entonces le pregunté a mi esposo si debo entender que los seres humanos negros son "anormales". Mi esposo me dijo que el racismo y la xenofobia eran males no exclusivos de occidente y que lamentablemente los países árabes no era la excepción. Entonces le pregunté qué decía El Corán al respecto porque para mí su hermana había sido tan racista como sus amigas.

 

 

 
Me citó el Corán donde habla de la igualdad entre seres humanos, entonces yo preparé esta imagen y la convertí en foto de perfil de mi perfil de Facebook para la familia y conocidos en Libia. ¡Toma! De hecho este incidente, el no encontrar productos para cabellos rizados en un país africano como Libia donde hay un porcentaje alto de raza negra y la publicidad comercial repleta de bebes y personas de características caucásicas, me incentivaron a librarme de los químicos y aparatos de calor, dejar mi cabello crecer al natural, sumamente rizado y abundante como Dios lo diseño y creo para mí.

 

 



Lululululululu  Laiiiiii

 

¡Ululeo! Entra la novia envuelta en una capa blanca. Todas la mujeres de la familia y sus amigas la rodean, la besan, la abrazan, ululan, ríen, lloran, toman fotos, pues sólo las mujeres de la familia pueden tomar fotos y vídeos, y las presentes están bien pendientes de que ninguna otra mujer, de las ajenas saque su celular con intención de fotografiar o filmar.

 

El traje es hermoso, un “corset” repleto de brillantes y una campana en capas frondosas, todo resplandeciente en un blanco impecable.

 

Las chicas bailan con la novia que apenas puede moverse por lo exuberante del vestido.

 

Es el momento de las fotos, muchas poses artísticas dirigidas por la fotógrafa profesional -también de abaya y hijab- que estará a cargo del álbum de bodas que la novia atesorará para resto de vida y que en cada oportunidad mostrará orgullosa a sus amigas y cualquier mujer que la visite. Es la misma fotógrafa que ruega a Dios para que la carga de la decena de celulares y tabletas tras de ella, entorpeciéndole su labor se agote.

 

Mi cuñada Fatin me preguntó sobre mi ropa, me dijo que le gustaba y que si la había comprado aquí en Bengasi, le dije que el ajuar lo había comprado en Puerto Rico, y mi suegra comentó que el jilbab era de buen corte y buena calidad, entonces le dije que ese me lo había regalado mi esposo y mi cuñada agregó que evidentemente era de confección turca por la calidad de la tela. Mi suegra me pidió que le mostrara mi oro y me felicitó por el regalo de mi esposo.

 

Mi suegra no se despegó de mi lado, me observaba sin discreción y si yo la sorprendía me acariciaba el cabello y la cara, me tomaba de la mano, me preguntaba en español si hacía mucho calor y yo me sonreía porque me gusta su acento palestino cuando intenta comunicar alguna frase aprendida durante sus viajes a España a inicio de la década del noventa.

 

Las niñas conversaban y comían bananas; hasta las atrapé comentando sobre los vestidos de otras niñas. Mi cuñada Haná seguía de solidaria con el grupo de las derretidas. Y Fatin acabó con los dulces árabes de la cajita de nuestra mesa, eso sí continuamente me ofrecía pero le expliqué que yo con calor extremo no puedo comer pero “Col habibty, col” (come mi amor, come) le decía, imitando un comercial televisivo y ella se moría de la risa.

 

Mi suegra sacó una bolsita de lino blanco de su cartera y de un manojo de fotos antiguas sustrajo la foto en blanco y negro de un bebé hermoso con una carita que de inmediato me llenó de ternura. “¿Mama, quién es este bebé tan hermoso?” Este es Hani, tu esposo, cuando tenía apenas cuatro meses de nacido, acabado de traer de Egipto. ¡Importado! Diría Fatin.

 

Se me llenaron los ojos de lágrimas y a mi suegra también. No podía dejar de mirar la foto y acariciar la imagen como si en un acto sobrenatural estuviese yo acariciando la carita que sin importar los tiempos y los medios siempre me emociona.

 

Recordé la primera vez que vi su rostro en una foto de perfil en una red social, lo sentido entonces y lo sentido siempre es inexplicable en cualquier lengua humana y es la sensación que se repite cada vez que mientras yo escribo, él duerme a mi lado y de vez en cuando me volteo y lo contemplo, le acaricio el rostro, lo beso y le agradezco a Dios el haber escuchado tantas oraciones pronunciadas desde la soledad de mis noches y el que atendiese los más preciados anhelos de mi corazón de mujer. Se lo encomiendo a Dios, que con o sin mí, su corazón logre algún día experimentar la paz y vivir con alegría.

 

Sirvieron la cena, el menú tradicional de las bodas en Libia; arroz blanco con especias, nueces y pasas rubias, carne de res trozada bien condimentada, “shawarma” y empanadas árabes. Para ser sincera esta vez la sazón de la cocinera no le hizo los honores a la sabrosa comida árabe y fue la opinión generalizada de mis cuñadas y sobrinas.

 

Cuando terminé de comer se acercó Ronda obsequiándome un chocolate de los dos que le quedaban y se lo agradecí con un besito.

 

Entonces se encendió la fiesta, según terminaban de comer las mozas subían a la estrecha tarima y colocándose los hijabs como cintillos alrededor de las caderas danzaban en movimientos extremadamente sensuales y cadenciosos.

 


Me pareció que se retaban y competían y mientras sus cuerpos parecían estar poseídos por serpientes encantadas, luego las caderas entraban en total frenesí  mientras los cabellos se transformaban en brazos largos y sedosos que se movían seductoramente llevando el compás del resto del cuerpo.

 

Sin duda alguna un espectáculo exclusivo y alucinante, otro de mis momentos predilectos en las bodas árabes. Del otro lado del muro, los hombres comían, conversaban, los niños jugaban con la pirotecnia que incluyó harto fuegos artificiales y los jóvenes adultos, como de costumbre, dispararon balas al aire.

 

Lululululululu  Laiiiiii

 

¡Ululeo!

 

Ululeo intenso y el alerta para que todas las mujeres se cubrieran. Esta parte siempre me estresa pues es necesario apurarse a colocarse las abayas y los hijabs, pues el novio entrará escoltado por la comparsa de las mujeres de su familia que se lo entregaran a la novia. El por su parte una vez la tiene de frente, le susurrará palabras de amor, ambos sonreirán y es el momento donde te das cuenta si el matrimonio es arreglado o no, porque las sonrisas y miradas cómplices del amor y la ilusión pocas veces se han podido fingir, sobre todo en las mujeres. Él la besa en la frente y le coloca el oro que se entrega el día de la boda y con el que la desposada iniciará su nueva vida.

 

 

Comienza la segunda sesión de fotos, esta vez en pareja.

Me encantó contemplar el nerviosismo de los recién casados cuando a petición de la fotógrafa se les pedía que acercaran sus cuerpos, él abrazado a ella, desde la espalda con sus manos posadas en el blanco anacarado del "virgen" pecho de la esposa que no puede dejar de sonreír y comentar cosas sueltas; luego ella con su cabeza posada en el amplio y tibio pecho del hombre que desde esa noche cobijará sus sueños, él ahora besándole la frente tiernamente, en fin; estos esposos se eligieron, no son un matrimonio arreglado. Ella estaba risueña, conversadora, tan alegre y él me parecía tan conocido.

 

Volvimos a quedar sólo mujeres y ya daban las siete de la tarde, mi suegra se quería ir y me pidió que llamara a mi esposo, pero Fatin le dijo que era muy temprano que se fijara cómo el sol alumbraba. Entonces me tomó de la mano y así quedó durante mucho rato. Me preguntó si me estaba divirtiendo, le sonreí y le dije que sí, me apretó los cachetes y yo me le acerqué al oído y le di las gracias por quererme y por querer que su hijo fuese feliz, se le aguaron los ojitos, a mi también.

 

Vinieron unas mujeres a saludarla y ella no dudo en nuevamente presentarme como la esposa de su hijo, la noté como quien sabe que está haciendo lo que debe hacer y realmente se lo toma muy en serio.

 

Alerta para cubrirse nuevamente, entrará el padre del novio, nunca vi el padre de la novia.

 

El padre se abrazó a su hijo e intercambiaron palabras, era un hombre alto, fornido, elegante, de presencia y carácter. La novia le dio la mano y pronunció alguna palabra entre ellos, él se tocó el corazón en respuesta de que recibía el sentimiento expresado. Ella se acercó y le beso la mano derecha, mano que a su vez se llevó hasta su frente. Ésta es la manera de mostrar cariño y respeto a los padres y abuelos, se les besa la mano derecha y se lleva hasta la frente.

 

Cuando terminaron las fotos familiares las jóvenes volvieron a tarima y la música se escuchaba más alta que nunca, se armó el descontrol de todas esas mujeres danzando a ritmos acelerados, llegué a temer que la tarima cediera, pero no sucedió así agraciadamente. Desde las mesas las mujeres aplaudían incluida mi suegra y las esposas de los sobrinos adultos de mi esposo que habían llegado retrasadas, las también recién casadas, ellas observaban sin comentarios o reacción alguna. 

 

Había mujeres con tacones tan extremadamente altos que caminando entre mesas, sillas y un suelo del todo accidentado bajo las alfombras me recordaban el movimiento de las jorobas de los camellos según estos caminan entre las dunas. Y cuando justo me fijaba en ello una bocina de sonido se había desprendido del poste y había caído sobre la cabeza y espalda de una mujer que hasta entonces y a pesar de lo ensordecedor y molestoso de la música no se había movido de la mesa.

 

Sin terminar de afianzar la bocina al poste vi como una chica de unos posibles 17 años caí de boca desde uno de los escalones de la tarima al intentar bajarla, fue increíble ver -como en cámara lenta- sus gestos de temor según iba cayendo.

 

Cuando había caído la bocina fui yo la que le avisó a mi cuñada Fatin, luego volví alertar sobre la chica desbocada, pero luego fue ella quien me decía señalando, “shufi Aziza” y como en esos vídeos en red, donde muestran accidentes de pasarelas, vimos caer tres más, una chica tras otra.

 

Mi cuñada y las esposas de nuestros sobrinos estallaron en carcajadas y yo no podía creer el amasijo de tules, tacones y piernas que se revolcaban en los escalones dela tarima mientras las demás, aún en pies, bailaban y se reían de las accidentadas, que también se reían, a excepción de una que evidentemente adolorida cojeaba sin encontrar la gracia de las que se revolcaban de risa en el piso al punto de no poder afirmarse de las muchas manos que intentaron asistirlas pero que igualmente estaban contagiadas de risa.

 

Mi suegra comenzó a exigirnos a Fatin y a mí que llamáramos a mi esposo que ya no había sol y daban las ocho y media. Nos matamos llamando pero aparentemente no había señal.

 

Trajeron la gigantesca caja del bizcocho, que pican en la tarima mientras unas bailan, la fotógrafa intenta tomar sus fotos y como de ese bizcocho sólo come la familia de los festejados al día siguiente, una de las activistas en tarima sirvió un pedazo inmenso y con una sola cuchara fue ofreciendo degustadas a todas las bocas carmesí que la rodeaban.

 

Algunas invitadas habían comenzado a cubrirse para despedirse y ya muchas mesas estaban vacías con los restos de comida, refrescos y dulces, la pirotecnia fue eterna y la de la consola de sonido nunca detuvo la música ensordecedora.

 

¡Maya! ¡Maya! Que se pronuncia “maia” y significa agua, gritaba una joven. Me puse de pies y sólo vi que todas corrían hacia un punto cercano a la tarima. Había una mujer desmayada en una silla. Era la madre de la novia a quien se llevaron a rastras supongo a la casa de enfrente, mientras mi cuñada y las esposas de mis sobrinos volvían a reírse, mientras mi suegra compitiendo con la música tipo "boom box" me repetía en su gracioso español; ¡Mucho calor Aziza! ¡Mucho calor!

 

Las niñas nos avisaron que Marido estaba afuera junto con sus sobrinos y me comenta Marido una vez en el auto que si fuimos las ultimas en abandonar la “jaima” es porque nunca pudieron comunicarse para avisar que estaban a fuera, donde incluso el padre de mi esposo comió con los hombres pero se retiró temprano.

 

Me explicó que si el novio me parecía muy conocido era porque fue el chico que ayudó con nuestra mudanza y según me enteré estuvo ahorrando casi cinco años para entre una cosa y otra poder habilitar el segundo piso de la casa de sus padres y poder casarse. Sin trabajo, ahorros, casa y dinero para costear todo en estos países muy pocos se casan.

 

Mi esposo y yo nos regresamos contentos a casa, todo está fluyendo, siento que mi suegra está tratando de aprovechar el tiempo que nos queda, intentando recuperar el perdido, que aunque sabemos que no ha sido por su cuenta nos consta que lo ha sufrido.

 

¡Dios dirá! Felicidades a los novios y pronta recuperación a todas las accidentadas.

Ululeo intenso y en jaima… ¡Que experiencia!

 

© 2015. Daritza Rodríguez Arroyo. Todos los derechos.