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Hospital Al Marwa, Bengasi, Libia |
Tengo una amiga aquí en Bengasi. Nos
conocimos hará cosa de un mes en una de las salas de espera del hospital Al
Marwa. Mi esposo me llevó porque desde hace tiempo me aqueja un dolor
discontinuo en el costado izquierdo de mi abdomen y en Puerto Rico no hubo sonograma,
colonoscopía, ni tomografía que diese con la causa del mismo. El doctor fue
recomendado por una de mis cuñadas casadas porque aparte de haberla intervenido
quirúrgicamente y seguir viva para contarlo, el galeno habla inglés; según me
cuentan conseguir ambas cosas en un médico no es muy común por aquí. La cita
era para las 5:00pm pero una vez más el tráfico pesado en las vías de acceso a
la ciudad nos había superado. Cuando mi esposo dobló a la izquierda para
acceder al estacionamiento me pareció reconocer el lugar, habíamos pasado por
allí muchísimas veces pero nunca me había percatado que aquel edificio tan
inusualmente horizontal y estrecho era un hospital. Entramos y mi esposo, como
de costumbre, va con la cara más tesa y seria que se pueda uno imaginar. Habla
con una recepcionista, que por cierto
aparentaba ser muy joven y tenía una cara muy bonita. Ella señala las
escaleras, mi esposo le agradece sin
perder el rigor, nos dirigimos al
segundo piso, él va delante y yo detrás, habla con otra recepcionista que
también resultó ser joven y bonita. Ésta confronta serias dificultades para
entender mi nombre y ni hablar de mis apellidos. Ya nos ha sucedido antes y mi
esposo no tiene mucha paciencia, le repitió unas tres veces mi nombre, pero
como siempre, lo hace deprisa como si olvidara
que al principio a él también le costó y que por muy graciosa y romántica que
sea la historia de la elección de mi nombre árabe, acá entre nos, yo creo que
la dificultad al momento de pronunciar mi nombre de pila jugó un papel
importantísimo para que hoy día aquí se me llame Aziza. El asunto es que la
joven se dio por vencida y le pasó la lista de pacientes para que él mismo señalara
mi nombre que al momento de coordinar la cita se anotó transliterado al árabe.
¡Vaya! ¡Vaya!
Atravesamos un pasillo y llegamos
a un área bastante amplia dividida en varios salones abiertos que hacían de
salas de espera. El lugar en general tenía muy buena pinta, ordenado, limpio,
decorado, se lo comenté a mi esposo y en
voz muy baja acercándose a mi oído me susurró que estábamos en un hospital
privado. Coloqué cara de ¡Oh! Me quedé parada mirando todo a 360 grados.
Entonces me topé con la mirada de, ¡Apúrate! de mi esposo. Tocó una de las puertas,
la chica (otra joven bonita) que abrió me miró, sonrió amablemente y señaló el último
de los salones. De lejos mi esposo atisbó un asiento libre y me indicó que
esperara sentada y que cuando me llamaran antes de entrar a la consulta le
hiciera señas para él entrar conmigo. ¿Pero y dónde estarás tú? Sin mediar
palabra me señalo el primero de los salones; no me había dado cuenta que aunque
abiertos, como de costumbre los primeros dos salones de espera eran para hombres
y que los del fondo para mujeres (otra cara de ¡Oh!). Atravesé ambos salones
como en pasarela, y no lo digo porque caminase yo con estilo coqueto o
refinado, si no por las miradas auscultadoras de todas aquellas mujeres
conservadoramente ataviadas en impecables ‘abayas’ negras y sus coloridos ‘hijabs’.
Curiosamente ese día no vestía yo de ‘abaya’, pero mal vestida no estaba,
porque si hay alguien que se asegura al 101% de esos menesteres, ese es
“Habibi”. Llevaba yo un pantalón negro tipo palazzo y una túnica tipo ‘kurti’
del mismo color, bastante ancha y de sutil bordado floral de tonos pasteles en
cuello, mangas y ruedo a nivel de las caderas. Mis zapatos también eran negros,
de taco ancho y recatado, el hijab de ese día era uno que me gusta mucho en
contraste de tonos tornasoles de azules y verde similares a los del bordado en
la túnica. Ese día cuando mi esposo entró al cuarto y me vio sonrió y me dijo
que me veía muy elegante, dice que prefiere la mujer elegante a la sexy, y que
los maquillajes deben ser para resaltar con sutileza los atributos naturales y
no para simular mascaras carnavalescas donde las mujeres escondan su verdadero
rostro. Así que por mi apariencia no era, no. Me senté en la única silla
disponible al momento, justo la que quedaba al fondo del último salón, de
frente a quienes llegaban, con vista casi panorámica de todo el piso donde una
sala parecía estar la una dentro de la otra.
Las miradas de pupilas
estetoscopicas me siguieron hasta que me acomodé en la silla y a pesar de haber
subido la vista en casual e ingenua confrontación, la mayoría de las mujeres no
claudicó. Sin pudor ninguno continuaron
examinándome y sin darme cuenta yo también había comenzado a hacer lo mismo con
ellas. De hecho creo que lo hacía desde el primer momento, desde que me percaté
que todas las empleadas eran jóvenes y bonitas como si fuera un requisito inquebrantable
a la hora del reclutamiento de personal en aquel hospital, desde que noté que
las mujeres en la sala de espera estaban muy bien vestidas y arregladas; creo
que todos lo hemos hecho desde aquella ocasión con la Munacabát y el chacal en
el autobús del aeropuerto de Estambul. ¿Recuerdan aquel primer relato? Bueno,
pues he llegado a la conclusión de que aunque algunos destaquen la similitud de
mis rasgos faciales con los de las mujeres de estas tierras, por más que me ciña
a su código de vestimenta y evite el que se me pueda identificar como
extranjera hay una fuerza instintiva poderosísima que les advierte, me
identifica y me delata. La realidad es que nunca he podido pasar desapercibida.
Me ha quedado más que claro que existe un lenguaje universal, muy de humanos
que se basa en el manejo de la mirada y si hasta ahora me llena de intriga el
modo en que se me mira, la intriga es aún mayor cuando pienso en el modo en que
yo les he estado mirando a ellos durante estos cuatro meses.
Nunca he tenido una noción del
tiempo confiable, así que no sé cuánto tiempo pasó hasta que la vi entrar al salón
acompañada de quien supuse era su madre. Recuerdo una sonrisa, como a manera de saludo, pero no puedo precisar
quien sonrió primero, si lo hizo ella o fui yo. Seguí a esta chica con la vista
hasta que se sentó, como anteriormente habían hecho todas conmigo. Se sentaron
en la hilera de sillas contra la pared a mi derecha. La madre como era de
esperarse vestía abaya y hijab, pero ella mujer joven, tal vez entre los 30 y 40,
de tez oscura venía maquillada, vestía unos
mahones (jeans) azules ceñidos al cuerpo, una chaqueta encantadora color
mostaza de mangas largas que le cubría hasta mitad de muslo, la blusa interior
tenía cuello alto y era de un color marrón claro al igual que el hijab y las
botas de tacones que le habían marcado el paso desde que había entrado al salón.
Esto último según los códigos de buen comportamiento no es bien visto; las
mujeres no deben llamar la atención, su vestimenta y presencia en general debe
responder a la modestia y el recato. Cuando una mujer utiliza maquillaje
cargado, vestido que delinee o resalte la figura de su cuerpo, perfumes
fuertes, accesorios rimbombantes o simplemente taconee al caminar, es porque en
lugar de modestia exhala vanidad y busca llamar la atención de las personas
hacia su físico y no hacia su personalidad o las bondades de su corazón y en el
más reprochable de los casos, busca llamar la atención de los hombres, como en
abierta oferta.
A mi esta chica me simpatizaba y
mientras todas las mujeres aguardaban su turno en solemne silencio, ella
conversaba por su teléfono celular y dentro de su conversación se asombraba, se
reía, ciertamente lo disfrutaba. El ‘ringtone’ de su teléfono era una musiquita
árabe tipo ‘pop’ pegajosa y bailable. A su madre parecía no importarle, pero
las demás mujeres también la miraban y ella, miraba “pa’ lante”. ¡Ja,ja! Toda
ella era como un desafío no muy claro, pero viviente y andante. Me miró y
volvimos a sonreír. Su madre le preguntó
algo, según intuí ella contestó como expresando desconocimiento sobre el
asunto. Entonces la madre le preguntó a una de las mujeres en la hilera de
asientos contra la pared a mi izquierda, al parecer nadie tenía una respuesta.
La chica me sonrió nuevamente y me preguntó algo en árabe. Todas las mujeres
del salón se voltearon a mirarme en espera de mi contestación. Las miré a
todas, la miré a ella y supe que el tan temido momento de hablar con algún extraño
sin tener la ayuda traductora de mi esposo o alguna de mis cuñadas había llegado.
Admito que me puse nerviosa, que tardé mucho en reaccionar, tanto, que la chica
volvió a repetir la pregunta y todas las mujeres esperaban por mi contestación.
No sé cuánto tiempo pasó entre una cosa y la otra pero traté de recordar a toda
prisa las palabras en árabe que tanto me hizo practicar mi esposo para cuando
llegara este momento poder explicar a los demás que no hablo árabe y la verdad
es que tenía todas las palabras confusas y agolpadas entre mi cerebro y mi
lengua. Entonces se activó cierto mecanismo automático de manejo rápido de
emergencias, las miré a todas, la miré a ella, mi boca se abrió y dije; “Sorry.
I don’t speak Arabic.” Sí, en mi inglés de Sofía Vergara. Esta vez la cara de,
¡Oh! la pusieron ellas; algunas sonrieron, otras torcieron la boca y los ojos
en un solo movimiento digno de ser fotografiado y ella me pareció que sonrió
con total comprensión. Sin apenas poderme recuperar de tan embarazoso episodio,
entró al salón otra mujer, y claro, como era yo la que justo le quedaba de frente
me preguntó no sé qué cosa. Esta vez no me dio tiempo, ni de preocuparme o
asustarme; se escuchó un coro al unísono de mujeres que dijeron; وقالت انها لا
يتكلمون اللغة العربية, o sea, “Ella no habla árabe”. ¡Qué
momento! Es que me dieron ganas de arroparme la cara con los retazos del hijab
que me colgaban por el cuello.
Aquella sala de espera debió
haber estado secretamente equipada de algún reproductor de sonido con
amplificadores integrados, porque la
chica joven y bonita asistente del doctor se paró en la entrada y a diferencia
del resto, a mí en lugar de por mi nombre se me llamó por señas. Sí, soy yo, la
de nombre difícil e impronunciable que no habla árabe. Caminé sin mirar atrás y
taconeando. ¡Carajo! Cuando estoy a punto de entrar me acordé de marido que ya venía
a toda prisa a mi encuentro. ¿La consulta? Todo bien, según lo poco que mi
esposo y yo entendimos de la ventrílocua pronunciación en inglés de nuestro médico
estelar, es que apenas abría la boca cuando hablaba y juro que nunca le alcancé
a ver los dientes. Pero muy profesional y agradable; ordenó análisis de sangre
y orina y una tomografía con contraste como último recurso exploratorio.
Salimos a toda prisa para el laboratorio ubicado en el primer piso, y cuando
justo nos disponíamos a abandonar el hospital la chica “desafío viviente” se
nos cruzó junto con la madre y nos volvimos a sonreír mientras ella levantando
un poco la mano decía adiós.
Habrían pasado unas tres semanas,
qué sé yo. Estábamos en el supermercado del único propiamente llamado Mall en
Bengasi, mientras mi esposo hacia la fila para pagar la compra, yo mariposeaba
con la vista sobre la gente, artículos y revistas. Escuché risas y conversación
amena, era un grupo de mujeres joviales, aparentemente conocidas entre ellas, parecían
haberse encontrado en otra de las filas del cajero. Sí que se la estaban
pasando bien, yo las miraba y sonreía como si su alegría fuera contagiosa. Eran
cinco o seis, todas de lo más maquilladas, vestidas de forma recatada pero en
colores claros y además lucían modernas. Y de repente la vi, allí estaba, era
una de ellas. Al parecer yo no puede ocultar mi alegría y una de las mujeres
alcanzo a verme, las demás, curiosas
todas se voltearon a ver que tanto miraba la otra y allí estaba yo, de frente
con una sonrisa de cuarto creciente, de oreja a oreja, feliz de haberme topado
por accidente con una persona conocida, y zarandeaba la mano derecha de un lado
a otro diciendo ¡Hola! Saludando de lo más efusiva, como si me hubiese
encontrado con una amiga. Ellas estaban un poco confundidas, no sabían exactamente
a quien saludaba hasta que mi amiga, la chica “desafío viviente” del hospital frunciendo
el ceño me clavo una vista de esas tipo “zoom binocular” y es verdad que tardó un poco, pero yo creo
que me reconoció. Sí, debió acordarse de mí, porque un poco pasmada sonrió y tímidamente
devolvió el saludo con la mano. Muy alegre y satisfecha yo tocaba insistentemente
el hombro de mi esposo para llamar su atención y le digo; ¡Mira, mira! Mira quién
está allí. Señalando el grupo de mujeres y él mira con su acostumbrada rigidez,
ellas todas bajan la mirada (a hombres extraños no se les sostiene la mirada),
se voltean y comienzan a cuchichear. Mi esposo al no conocer a ninguna me
pregunta que a quién he visto. Y le digo, pues a ella, a la chica que conocí el
otro día en el hospital. Algo confundido me pregunta, ¿La conoces? Y yo caigo en cuenta, voy recogiendo la luna cuarto
creciente que tenía dibujada en los labios y le digo, conocerla así de
conocerla no, pero es la primera vez que me encuentro con alguien que ya había visto
en esta ciudad. Las mujeres salieron del supermercado, unas hacia el
estacionamiento y la chica “desafío viviente” junto con otra, entraron a la
tienda de cosméticos que queda frente a la salida del supermercado. Salieron de
allí sin mirar atrás. Una vez en el auto, de camino hacia la casa sin que hubiésemos
entablado conversación previa mi esposo me miró y con un tono tierno que de
verdad me conmovió me preguntó. ¿Aziza, hay veces en que te sientes sola
verdad? Y yo, mirándolo en un tono nostálgico le contesté; No es que me sienta
sola, porque te tengo a ti y soy feliz, es que hay momentos en los que extraño mucho
a mis amigas.
* Daritza Rodríguez-Arroyo, Todos los derechos reservados de autor / copyright©.
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