Sarah
Ese día, caminando por el malecón decidió no luchar más contra el deseo de aventurarse hasta las inmensas rocas, donde se le había advertido que no debía llegar.
Ese día, caminando por el malecón decidió no luchar más contra el deseo de aventurarse hasta las inmensas rocas, donde se le había advertido que no debía llegar.
Antes le habían dicho lo mismo
sobre su sueño de atravesar el desierto, arca de peligros inciertos. Aun así
surcó las dunas de arena y conoció el polvo rojo que todo lo impregna y huele a
leyendas.
Así que bajó las escaleras y por primera vez sintió la
efervescencia de las olas del Mediterráneo bañando su rostro. Sonreía, mientras
la brisa marina ondeaba su “hijab” como la más insigne bandera de paz.
Relato: Sarah más que un microcuento
Daritza Rodríguez-Arroyo (Martes, 22 de abril de 2014. Bengasi, Libia)
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Ahora me queda todo muy claro. Ha
debido ser que la esencia de alguna de ellas -de la más aguzada- andaba
merodeando en el justo momento en que mi amiga Iris Miranda (poeta
puertorriqueña) me invitaba a participar de “100 palabras por la paz”.
¡Claro!
No fueron mis palabras, fueron las de ella, portavoz de las voces de miles de
migrantes que el desierto y el mar han silenciado. No digo que haya sido tanto
como una psicografía, pero ciertamente al momento de escribir, vi la imagen de
una mujer del desierto, de tez tostada, envuelta en telas negras, como las mujeres
migrantes de Sudan, Nigeria, Somalia y otras tantas tierras africanas; mujeres que
atraviesan el desierto del Sahara y luego el Mar Mediterráneo, arriesgando sus vida con el único propósito de vivir con dignidad.
Entonces esta mujer toda rostro y telas fue mi
inspiración; mi piel fue receptiva al toque sutil que transmitió la historia de
su travesía, de esa fuerza interna argamasa de sueños, esperanza y voluntad férrea
que la sostuvo en medio de tanta inclemencia y que finalmente, independientemente
de lograr llegar o no a su destino, la llevó a reconciliarse consigo misma.
Sé que debió perdonarse por lo dejado atrás, pero igualmente complacerse en el vencimiento de sus temores, que también eran los del resto y siempre le parecieron más grandes que los propios.
Me habló sobre lo
vivido a cada paso y sobre su vista siempre puesta en el horizonte; entonces
sonrió como pocas veces lo había hecho en el trascurso de su vida, debió solicitar que
cerrara mis ojos, porque así lo hice. Se acercó y al oído me contó en susurros sobre su día en el
malecón de Bengasi, allí donde en medio del caos, por primera vez fue libre y experimentó la paz.
Abrí los
ojos y escribí.
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Entonces les cuento:
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En día martes le envié el
microcuento a Iris y el jueves fui al mercado con mi esposo, le pedí que paseáramos
por la calle Omar Al-Mukhtār en el barrio italiano del centro de Bengasi, una
de mis favoritas porque además de la mezquita Atik, que es la más antigua de la
ciudad, también hay varias librerías pequeñas en las que me gusta entrar a
acariciar y ojear libros aunque no pueda leerlos por estar escritos en árabe.
Allí también hay una tienda africana que
siempre me ha llamado la atención porque se especializa en la venta de artesanías
y artículos antiguos de decoración. Las veces que había estado por la zona, la
tienda permanecía cerrada y mi esposo me había comentado que daba la casualidad
que siempre íbamos en las horas de almuerzo.
Es un lugar mágico lleno de pinturas, réplicas de puertas árabes que cuando las abres resultan ser espejos que reflejan tu rostro, figuras, lámparas, cofres, baúles, faroles, vasijas, bandejas, ropas tradicionales… No hubo pieza que no toqué con asombro y curiosidad, que no oliera imaginando el entorno y las manos que la crearon. Mi esposo me seguía de cerca pero en silencio y el vendedor grandote con piel de ébano -que parecía una pieza más- también me seguía con la mirada desde el fondo del local, tras la caja registradora rodeado de todo aquel arte que contaba historias de cualquier parte de Libia y toda África.
One-click zoom Esta vez vi la puerta abierta y corrí, temía que se cerrara antes de poder atravesarla. |
Es un lugar mágico lleno de pinturas, réplicas de puertas árabes que cuando las abres resultan ser espejos que reflejan tu rostro, figuras, lámparas, cofres, baúles, faroles, vasijas, bandejas, ropas tradicionales… No hubo pieza que no toqué con asombro y curiosidad, que no oliera imaginando el entorno y las manos que la crearon. Mi esposo me seguía de cerca pero en silencio y el vendedor grandote con piel de ébano -que parecía una pieza más- también me seguía con la mirada desde el fondo del local, tras la caja registradora rodeado de todo aquel arte que contaba historias de cualquier parte de Libia y toda África.
Descubrí un tonel repleto de chucherías y me puse a curiosear,
metiendo la mano, rebuscando con la insistencia de quien instintivamente sabe
que dará con algo. Mis dedos tantearon una superficie algo tostada y rugosa,
entonces halé un poco para ver de qué se trataba y allí estaba ella con su
rostro tostado, pintado de desierto, con su mirada convertida en una llama lánguida que desde
las lamparillas de sus ojos aún cargados de sueños dice que no ha perdido la esperanza.
Confieso
que al principio no la reconocí, pero la quería. ¿Bekam Hada? Preguntó mi
esposo. $35.00 LYD, contestó el vendedor. Pero recordamos que andábamos con el
dinero contado para las compras del día, porque aquí en Libia todo se paga en
efectivo y es preferible no andar con mucha cantidad en los bolsillos. Mi
esposo me prometió que regresaríamos el sábado. De regresó al auto alcancé a
ver el mar y la gente caminando por el malecón y fue en ese mismo momento en
que comprendí lo que desde hace días venía ocurriendo, ahora todo tenía sentido.
“¡Habibi!
Era ella.” Exclamé emocionada. “¿Quién?” Preguntó mi esposo. “La mujer del
desierto, la del microcuento. La máscara de cuero en la tienda africana, es la
misma cara de la mujer que vi mientras escribía. ¿Recuerdas que te lo conté?”
Mi esposo se quedó pensativo, “volvemos el sábado” dijo sin aventurarse en "mis fantasías".
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¿Bekam Hada? Preguntó mi esposo.
$35.00 LYD, contestó el vendedor. Comenzó el habitual regateo y al final la
compramos por $25.00 LYD, aunque para mí tiene un valor incalculable que nada
tiene que ver con dinero. Ahora la mujer del desierto, Ṣaḥrā, siempre está
presente cuando escribo, junto al derviche turco y la bandera de Puerto Rico.
Daritza Rodríguez-Arroyo, Todos los derechos reservados de autor / copyright©.
Daritza Rodríguez-Arroyo, Todos los derechos reservados de autor / copyright©.
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Qué historia tan hermosa! Es un deleite leerte. Bendecida
ResponderEliminarMe gustan mucho tus relatos, debo decir que la cultura árabe es mucho de mi interés. Sigue escribiendo y compartiendo con nosotros tus bellas experiencias. Un saludo desde Perú ��
ResponderEliminarGracias por compartirlo ♡
ResponderEliminarHermosa historia...
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