Nunca me ha gustado ser la
primera en llegar a ninguna parte, incluido el trabajo (cuando trabajaba fuera
de casa, claro), pero mucho menos si se trata de una fiesta. En Puerto Rico si
llegas a una fiesta antes de la hora especificada te encontraras con la dueña
de casa en rolos, batiéndose contra el reloj en plena faena entre la limpieza
del baño y los calderos en la cocina. Aun así, y no creo que haya boricua que
me desmienta, si llegas a las “en punto” te tocará esperar en la marquesina sentada
junto a la mesa donde ya han colocado las bandejas de sandwichitos de mezcla,
mientras la dueña de casa y “anfitriona” te grita desde la ventana del baño
mientras se ducha; “¡Qué bueno que viniste! Voy ahora, estás en tu casa.” Y tal
cual, te engulles dos o tres sandwichitos mientras te toca recibir a las
vecinas, que no conoces pero que una por una te van entregando su colaboración;
la bola de queso crema con piña y jamonilla, el Cielito Lindo y el antipasto de
atún con galletitas Ritz. “¡Pasen! ¡Siéntense! Ella se está bañando, viene
ahora.” Dices, mientras sonríes con las muelas de atrás. ¡Ay diooo!
En fin, que un compañero de
trabajo de mi esposo, libio pero de madre egipcia nos había invitado a la
ceremonia del Sebou de Salah, su primer hijo varón. La celebración del Sebou,
que significa literalmente ‘séptimo’, es una tradición pagana muy antigua de
tiempos faraónicos celebrada por familias egipcias de cualquier nivel social y
religión, donde al cumplirse el séptimo día de vida se presenta en sociedad al nuevo
integrante de la familia. La misma se ha ido modificando con el tiempo, sobre
todo por las familias musulmanas y cristianas pero a través de la ceremonia se
sigue celebrando que el niño haya sobrevivido los primeros siete días de vida
en este mundo y su madre al parto. A pesar del gran contenido supersticioso el
ritual se sigue realizando con la intención de proteger al niño de espíritus
malignos, desearle salud, despertar en él coraje y fortaleza para su tránsito
por esta vida, e instruirlo al oído sobre la obediencia a Dios y a sus padres
junto con la lealtad a su familia. Recuerdo el entusiasmo de mi esposo. Dijo que
conociéndome, sabía que disfrutaría la experiencia de conocer de cerca una
tradición tan significativa para los descendientes egipcios aquí en Libia y en
cualquier parte del mundo. No se equivocó, realmente me divertí de lo lindo y
culturalmente hablando fue todo un deleite.
Regalo en mano llegamos a la
residencia, jamás pude conocer propiamente al compañero de trabajo de mi esposo,
pues tan pronto me bajé del auto como había varios hombres en la entrada, uno
de ellos abrió la puerta de hierro y sin mirarme a la cara me hizo señas para
que entrara a la propiedad. Miré a mi esposo con reserva, pues reconozco que aún
se me hace pesado eso de que nunca podemos compartir juntos en actividades
sociales, él me indicó que entrara con un movimiento de cabeza, sin pronunciar palabra
como de costumbre cuando estamos en público, y yo comencé a recorrer el largo
pasillo tipo ‘al fresco’ de muro sólido
y sobrio a la izquierda y cuidadas jardineras a la derecha. Caminé hasta el
fondo donde se divisaba una puerta de madera grande, de esas macizas que te advierten
que entraras a un aposento respetable. Antes de que tocara el timbre una mujer joven,
rolliza, sonriente y de pañuelo al estilo turco cubriéndole el cabello (así se
cubren para cocinar y asear la casa) me abrió la ‘puerta. ¿Aziza? –preguntó
sonriente y con ojos brillantes y alegres-. Asentí con la cabeza y proseguí con
el tradicional saludo, “As Salam Aleikum” acompañado de una sonrisa algo
nerviosa. ”Wa Aleikum Salam” – contestó la mujer mientras procedíamos al
intercambio de los cuatro besos y las bendiciones. Me dijo su nombre, el cual
lamentablemente ya he olvidado, y preguntó si yo hablaba árabe. Con la
vergüenza habitual le dije que no, entonces me tomó del brazo como se toman las
amigas por estos lares, y mientras atravesábamos el salón principal me pidió
que no me preocupara, que ella hablaba un poco de inglés porque lo había
aprendido en la universidad. Era una casa grande de espacios amplios y techos
altos, de colores sobrios y como de costumbre; ventanas cerradas y poca iluminación.
Mientras atravesábamos el salón principal, ella me hablaba de alguna cosa y yo
me desplazaba más que con mis pasos, con la mirada. No tardaron en alcanzarnos
los aromas y los usuales ruidos de la cocina, llegaban junto con las voces de
mujeres que debían estar tan ajetreadas como las anfitrionas puertorriqueñas,
con la diferencia que aquí en Libia las familias son tan numerosas que todo lo
referente a la comida se trabaja en equipo, más aun en ocasión de un festejo.
Le comenté que olía rico y ella sonrió mientras me apretaba y me frotaba el
brazo mostrándome empatía. Al fondo había una pared en cristal, las cortinas
estaban corridas, así que alcancé a ver una especie de patio interior que
conectaba con otra estructura de puertas grandes, a dos hojas. Antes de que llegáramos
al final me señaló una puerta a nuestra derecha, era un salón pequeño donde
había una mujer mayor sentada; me indicó que podía ponerme cómoda y esperar
hasta que el salón de la actividad estuviese listo. Ni modo, era la primera
invitada en llegar, no hablaba árabe y no conocía a nadie. Entregué el regalo
para el pequeño Salah y fui presentada a
la señora que resultó ser la matriarca de la familia. A pesar de que le advirtieron
que yo no hablaba árabe la mujer inició conversación conmigo. Aunque ni idea de lo que
decía, proyectaba un semblante agradable, y no dudo que sea mujer de
conversaciones amenas. Es en esos momentos donde más reciento las limitaciones
idiomáticas. ¡De lo que me pierdo!
No habían pasado ni cinco
minutos cuando otra mujer bastante
parecida a la que me había recibido entró con la bandeja del té. También de
sonrisa amplia, de besos y atenciones. “Sisters!” Exclamaba la anfitriona mientras
otras hermanas iban entrando a saludar vestidas de pañuelos y delantales
olorosos a especias y con las mejillas coloradas aun calientes por los fogones.
Ya luego llegaron tías y primas, se aproximaban parlanchinas y al llegar a la
puerta y toparse conmigo sentada tomando el té se extrañaban, supongo que no
esperaban una invitada ajena a la familia en horas tan tempranas. Entonces
alguna de las ya presente aclaraba o tal vez sea más adecuado decir que
advertía; ¡Ameriquiyah! Me imagino que seguido también venía lo de que no hablo
árabe, sólo inglés y que soy la esposa de un compañero de trabajo del hermano y
todo lo demás. Entonces sonreían, se acercaban, me besaban y continuaban
chachareando mientras se deshacían de las “abayas” y los “hijab”, una que otra
por estar llamativamente maquillada llegaba en “niqab”, vestimenta que confieso
no me deja de impresionar. Como de costumbre se inició el interrogatorio, la
entrevista a la “Ameriquiyah” que no perdió oportunidad para aclarar sin lugar
a dudas que aunque su pasaporte es estadounidense, su identidad cultural la
identifica como puertorriqueña. Es el momento donde mi padre me ha recomendado
andar con un mapa de bolsillo donde pueda señalar a Puerto Rico, porque casi
siempre aunque diga Caribe me preguntan si está cerca de México o Brasil. ¡No!
Estamos cerca de Cuba, justo después de Haití y República Dominicana, “The
Shining Star of the Caribbean” ¡Ohhhhhh! Exclaman mientras los rostros no
logran transmitirme que estén seguras de la ubicación exacta. En fin, es un
libreto de una escena que se repite cada vez que aparezco en sociedad. Que
vengo de muy lejos, que mi primer idioma es el español, que cuando me preguntan
si me gusta vivir en Libia contesto que me gusta estar con mi esposo y que la
curiosidad por saber cómo nos conocimos y la reacción de mi familia al respecto, dan pie a todo tipo
de preguntas. Hay ocasiones en que la situación puede resultar abrumadora y
siempre ando rogando a que alguien o algo nos interrumpan. Esta vez mis
suplicas fueron escuchadas, y de qué manera; aun me queda cargo de conciencia.
Justo cuando se formuló la pregunta sobre mi conversión al islam y si hacia mis
cinco oraciones diarias, un sonido plano, seco y solido nos obligó a voltear el
rostro en dirección a la matriarca y mi anfitriona. ¡Qué pescosá! Galleta,
bofetada, cachetada o como le quieran llamar. La madre había golpeado a la hija
porque ésta, riéndose junto con una prima le dijo que ya le habían explicado
quien era yo y por qué no hablaba árabe más de mil veces. Todas las mujeres se reían
a carcajadas incluida la agredida, pero yo no podía cerrar la boca, ni
disimular la impresión. ”Es que ella olvida todo muy rápido y repite o pregunta
lo mismo una y otra vez.” Me explicó ojos alegres aun riéndose. ”Pero te pegó
fuerte.” Le comenté. “No te preocupes, siempre lo hace con todas nosotras
cuando se enoja.” ¡Madre mía! Agraciadamente no pudimos retomar la conversación
pues ya había caído la noche, eran muchas las mujeres reunidas y seguían
llegando, así que se nos pidió que dejásemos las carteras en el salón interior
y pasáramos al salón de actividades ubicado en el patio.
Se abrieron las puertas del
salón alfombrado donde ya habían encendido el acondicionador de aire, pues
estábamos en pleno verano con temperaturas fluctuantes entre 100 y 113 grados,
nos quitamos los zapatos y nos fuimos acomodando en los cojines de espaldas
contra la pared. Era increíble la cantidad de mujeres y niños que en menos de
15 minutos llenaron el salón. Encendieron el equipo de música con temas
infantiles y los niños correteaban y bailaban mientras las mujeres se invitaban
unas a otras a sentarse entre conocidas. Yo me había ubicado en el fondo, pero
dos de las hermanas de la casa me tomaron del brazo y me dijeron que me sentara
junto a la silla que habían traído especialmente para la madre de Salah, el bebé
homenajeado, porque se supone yo era la invitada de su esposo y ella hablaba
buen inglés. Así mismo fue, conversamos muchísimos entre las interrupciones de
las invitadas que llegaban a saludarla y a entregar los regalos. “¿Tú también
lloras cuando tu esposo se va al desierto a trabajar?” Me preguntó Oom Salah. Confieso
que me sorprendió su pregunta. “Sí, aun no me acostumbro y tal vez nunca me
acostumbraré a sus largas ausencias.” –Contesté- “¿También viven sobre la casa
de su familia como mi esposo y yo?”. Preguntó. “Sí, vivimos en el segundo piso
de la casa familiar.” “¿Te acostumbras?” Preguntó nuevamente Oom Salah. “Estoy
en medio del proceso de adaptación. ¿Tú trabajas?” Le pregunté yo. “Sí, soy tecnóloga
en un laboratorio médico.” “¡Qué bien! Al menos tú trabajas.” Comenté
sonriendo.
Parece que se había regado
lo de la “Ameriquiyah”, porque la mayoría de las mujeres me observaban desde
lejos y comentaban, cuando se cruzaban nuestras miradas me sonreían y una que otra se acercaba e intentaba
iniciar conversación, pero el factor idioma en definitivas no ayudó a pasar de
un saludo y uno que otro cumplido. Como le digo a mi esposo; sé que no es
conmigo, pero estoy segura que es de mí. Llegaron bandejas de té, luego los
entremeses en platillos individuales; lo tradicional aquí en Libia es un jugo,
un guineo maduro, “Safijas” que son las empanadas árabes, los Kubbeh que son
croquetas de trigo, kuftas que son albóndigas de res o cordero y así por el
estilo. A mi lado se sentó una prima de Oom Salah que hablaba un poco de inglés
y cargaba en brazos un niño con el que surgió una gran afinidad. Inquieto con
la madre y tan pronto le pedí autorización para cargarlo el chico y yo nos
amigamos de una forma que a la familia de Oom Salah le sorprendió y por
momentos parecía avergonzar un poco a la madre que no quería causarme
molestias. Ciertamente parecía yo la nana del pequeño. Finalmente llegó el
momento de la cena y entraron todas las mujeres de casa, esta vez
impecablemente arregladas, cargando inmensas bandejas redondas donde se
acomodaba la fuente principal de arroz blanco con nueces, canela y pasas, y los
trozos de cordero en salsa coronando el arroz en compañía de las papas y las
zanahorias. De acompañantes había berenjena, tomates, papas y pimientos
rellenos unos de carne molida de res y otros de picadillo de vegetales,
ensalada de lechuga y tomates con aceitunas y pepinos. No faltó el pan, el “Hummus”,
ni el “Baba ghanoush”. También ofrecieron “Labneh” y por supuesto los “Mkhelal
Lifet”, o sea, los nabos y zanahorias al vinagre. Una bandeja por cada 6
mujeres que en total sumábamos aproximadamente 60, en el piso sobre la
alfombra, cucharas en manos demarcando la porción de comida ubicada frente a
cada una en la bandeja común. Y si pensaron que esto fue mucho comer les
comento que hubo espacio para un café negro cargado, acompañado de bombones de
chocolates rellenos y dulces de repostería siria. Comí de todo menos cordero,
nunca me ha gustado. Aun así disfruté como todas ellas, que lucían abastecidas,
divertidas y continuaban tan parlanchinas como al principio.
Ya serían las 9:00pm cuando
recordé que había dejado el celular en la cartera, así que decidí regresar al
salón dentro de la casa para verificar si mi esposo me había llamado. Cuando él
está en la ciudad es el encargado de buscar a una de sus hermanas al trabajo.
Desde que me puse de pies las mujeres de la casa apenas me permitieron dar
pasos, preguntándome si necesitaba algo, que si quería ir al baño, en fin,
todas muy atentas. Expliqué que necesitaba mi
cartera porque ya era tarde y de seguro mi esposo me había estado
llamando. Algunas de las “sisters” me escoltaron en procesión hasta el interior
de la casa, me preguntaban si me estaba divirtiendo, si había comido bien,
estaban contentas y no encontraban que más hacer para consentirme. Mi celular
mostraba cinco llamadas perdidas de mi esposo, tal y como imaginaba la hermana lo
llamaba desesperada. De inmediato y aun con mi esposo en la línea, les
comuniqué a las chicas que debía irme, cosa que no permitieron porque justo era
el momento de la tan esperada ceremonia del Sebou. No fue necesario darle
explicaciones a mi esposo, quien había escuchado la algarabía rogando que me
quedará un rato más, que no me perdiera la ceremonia.
De vuelta al salón, cartera al
hombro y celular en mano, una de las tías traía al pequeño Salah en una
canastilla, mientras otras rociaban sal por los alrededores. Se lo entregaron a
la madre, quien lo coloco sobre una mesa redonda en el medio del salón,
mientras otras mujeres de la familia repartían velas blancas encendidas a todos
los presentes incluidos los niños. Seguido entro la abuela del niño, la de la
mano ligera, la egipcia, acompañada por una de sus hermanas. Al ser éstas las
más ancianas de la familia le correspondió dar inicio a la ceremonia indicando
a Oom Salah que debía dar siete vueltas alrededor de su hijo, sin tocarlo.
Seguido las ancianas tomaron un mortero de bronce y comenzaron a caminar
alrededor del niño haciéndolo sonar fuertemente prácticamente en los oídos del
pequeño Salah mientras pronunciaban palabras que simulaban una especie de
letanía. A los pocos minutos se acercaron todas las presentes y sosteniendo las
velas encendidas comenzaron a rondar al pequeño Salah que había abierto los
ojos y lucia medio aturdido. Una mujer que había iniciado el ‘ululeo’ me haló
del brazo para integrarme a las rondas, donde mujeres y niños “ululaban”,
cantaban y danzaban en honor al pequeño Salah, celebrando el comienzo de su
paso por esta vida.
La música lo inundo todo y
mi teléfono no paraba de sonar, debía irme, pero mi deseo era el de continuar
allí danzando entre mujeres adornadas, alegres y divertidas que representan esa
cara femenina del Medio Oriente que nunca cubrirán los medios occidentales
porque sólo interesan propagar la imagen de una mujer oprimida, triste y
mancillada, que también existe, pero no es una representación justa cuando se
trata de imponer como absoluta. Quería quedarme allí entre velas, contoneando
el cuerpo al son de ritmos nuevos, escuchando voces en jergas incomprensibles y
experimentando el júbilo ancestral y eterno por la vida; ese que indistinto a
credos religiosos, razas, nacionalidades o idiomas, se impone en la conciencia
del espíritu encarnado y permanece de diversas maneras en todas las sociedades.
Esa noche desde que me monté en el auto hasta que cerré los ojos ya en la cama,
no paré de hablar. Parecía una niña acabada de llegar de paseo, queriéndole contar
todo a sus padres. “Sabía que lo disfrutarías” Dijo mi esposo sonriendo y me escuchó
hasta que el sueño lo venció. Es lindo ver como él siempre comparte mis alegrías
y hoy escribiendo este relato, reviviendo ese día, sólo puedo sentirme afortunada,
bendecida y agradecida.
* Daritza Rodríguez-Arroyo,
Todos los derechos reservados de autor / copyright©.
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Interesante relato. Imagino como te sientes ante esta nuevas experiencias de vida y de sentirte aceptada entre personas que no conocen tu origen. Todo lo que se hace con amor, asi no es devuelto. Un abrazo.
ResponderEliminarHemos vivido de todo, buenas y lindas experiencias como éstas y otras no tan agradables. Unas nos haces felices, las otras nos brindan lecciones y si aprendemos, crecemos. Por eso y por todo siempre gracias a Dios. Otro abrazo para ti Fabulosa, que siempre sacas de tu tiempo para leer los relatos y dedicarme unas palabras!
Eliminar"EL IDIOMA UNIVERSAL SE LLAMA "AMOR" NUEVAMENTE ME TRANSPORTE A HORIZONTES IMPENSABLES,LOGRANDO LLENAR MAS QUE MI INTELECTO...LO ESPIRITUAL QUE TRASIENDE EN NOSOTROS COMO SERES HUMANOS. DARITZA SIN MEDIR DISTANCIAS SIEMPRE DESANDOTE A TI Y A TU ESPOSO LA MAYOR DE LAS BENDICIONES DESDE N.Y.
ResponderEliminarGracias Alejandro, como siempre dices "de boricua a boricua" un abrazo con las mejores vibras.
EliminarHermoso Dari,, TE FELICITO! Siempre los leo... y es increíble ver como poco a poco te haz adaptado a tu nueva VIDA! te deseo EXITO!!! BESOS Y UN ABRAZO FUERTE!
ResponderEliminarGracias Karla!!! Y dale saludos a tu nena. Otro abrazote!!!
ResponderEliminarMe encanta!!! Me encantaria poder presenciar esa ceremonia. Una vez vi un pedacito de algo similar por Discovery, cuando nacia el nino y las mujeres de la familia le echaban bendiciones. Me parecio fenomenal.
ResponderEliminarY la comida suena exquisita. El arroz que describes me acuerda al arroz afgano que comi hace tiempo cuando vivia en NYC. Y tengo una amiga de Pakistan y me cuentan que ellos tambien hacen un arroz similar. Tampoco como cordero, asi que te entiendo, no sabes como. Pero la comida arabe es deliciosa. Mi esposo y yo vivimos en Canada y alla ibamos a un sitio Libanes y tengo que decir que aunque hemos probado comida turca, egipcia y afgana, la que mas nos gusta es la libanesa. Si tienes chance, pruebala. Te acordaras de mi. Lo que daria yo por una buena racion de falafel, arroz fragante y hummus del bueno!!! Gracias por compartir tus historias!
Saludos Mariena! Realmente fue muy emocionante estar allí y ser parte de esa celebración. Nunca lo olvidaré. Es cierto, la comida libanesa es deliciosa, la probé en Miami, Florida. Además hay que reconocer que de este lado se come sabroso y saludable. Gracias por leer los relatos, pero sobre todo por comentarlo. ¡Un fuerte abrazo!
EliminarMadelyn Fuentes. Fascinante. Siempre he sentido curiosidad sobre el estilo de vida de las mujeres en Libia y en ese mundo. He leido varios libros al respecto. Te felicito y admiro eres valiente, yo como Puertorriqueña no creo q me pudiese acostumbrar. Te seguire en tu blog :-)
ResponderEliminar¡Dios mío! Después de tres meses es que veo este comentario. ¡Mil disculpas! Madelyn créeme que hay cosas a las que definitivamente no me acostumbro.
Eliminarme encanto este relato .. hasta yo tengo ya curiosidad de saber como conociste a tu esposo y que te motivo a irte tan lejos
ResponderEliminar¿Qué me motivó? El amor Erika. Ver ese compromiso inquebrantable que ha tenido desde el principio quien hoy día es mi esposo. Vivo agradecida a Dios.
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