El último día del
Ramadán el sol se lució en Bengasi, como si también estuviese celebrando. El
calor era insoportable, aun así como la intención era salir de compras, lo
recomendable es cubrirse lo mejor posible, así se evita exponer la piel a las
altas temperaturas veraniegas que suelen ser descomunales en el norte de África
y también se protege uno del polvo rojo del desierto que cuando llega galopando
los vientos a pesar de uno vestir “hijab” logra entrar hasta en los oídos.
Al salir de la casa, ya
montados en el auto, un vecino salió al encuentro de mi esposo, quien se bajó
rápidamente y fue a su encuentro, evitando así que el hombre llegara hasta
nosotros. Le advirtió que de dirigirnos a la ciudad lo hiciéramos sin
acercarnos al centro, pues cerca de hotel Tibesti, el más conocido en Bengasi,
se estaba suscitando un enfrentamiento entre milicianos y lo más conveniente
era evitar las rutas conducentes al área o no salir de casa.
Era el último día de Ramadán,
en el que tras caer la noche y romperse el ayuno, ya se entra en el júbilo del
Eid al-Fitr, donde se festeja el final de todas las abstinencias y sacrificios
que con fe se han dedicado a Allah durante el mes, en muestra de obediencia y
sumisión. La celebración dura tres días, los primeros del Shawwal, el décimo mes
del calendario lunar islámico. Y como en las celebraciones más significativas
de la comunidad musulmana, se viste la mejor ropa -si es posible se estrena- las
mujeres hacen galas de sus joyas, se perfuman y maquillan, mientras que a los
niños se les obsequian juguetes, ropa y dulces. Entre adultos también se
regalan, por eso comparo estas celebraciones
con las fiestas navideñas que por tradición religiosa y en una
fascinante diversidad cultural celebramos en los países occidentales. Es decir,
era necesario ir de compras, era el día tradicionalmente destinado a ello.
Transitamos las
principales avenidas, evitando el centro de Bengasi (área costera), tal y como recomendó
el vecino, lo hicimos de boca abierta y rostros perplejos, era la primera vez
que veíamos la ciudad tan desolada. Apenas unos cuantos autos en circulación y
uno de los puentes elevados bloqueado por una barricada de costales de arena,
junto a un auto que aparentemente había estallado en horas tempranas. Al entrar
por una de las calles de mayor actividad económica, la “sharraa ashreen” (calle
20), mi esposo me comentó que usualmente el último día de Ramadán es imposible transitar en auto, que se
acostumbra aparcar y recorrer las tiendas formando parte de la gran estampida
humana de consumidores que buscan las mejores ofertas, que ni siquiera durante
la revolución vio detenerse la actividad económica de ese modo. Esta vez la
población de Bengasi no fue indiferente a los enfrentamientos y a las
detonaciones que para entonces ya llevaban más de treinta días de forma
constante y sonante. Era más que evidente que imperaba el miedo y muchos, tal
vez la mayoría estaban dispuestos a celebrar pero con precaución.
Decidimos visitar el
mercado egipcio, que ubica justo al lado del “Bengasi Mall”, si no se da con lo
que se busca o se necesita se cruza uno para el otro lado sin tener que mover
el auto, sobre todo en los días en que a todos se les ocurre ir de compras
después del almuerzo. Esto en un día común, pero aquel día ni se almorzaba, y
por lo visto ni se iba de tiendas. El mercado estaba atestado de mercancía, Las
“abayas” de fiestas más elegantes y de bisutería fina en primera fila, también
los puestos de perfumes, maquillaje, todo para tatuarse de henna y una de las
cosas que más disfruto al ir de compras a los mercados populares árabes; ver
los cuencos desbordados en coloridas y fragantes especias. Es que se antoja
echárselos por encima y celebrar cualquier cosa, lo que sea, como si fuesen
confeti o escarcha salidos de una piñata.
Algunas mujeres
caminaban en clanes, todas de negro vistiendo el tradicional “niqab”. Ellas lo
observan todo y hay veces que parecen tocar a través de la mirada en esos
incesantes revoloteos de pestañas. Otras van de “abaya” negra y “hijabs”
coloridos cubriendo el cabello, las orejas, el cuello y el pecho, pero dejando
sus rostros contentos libres. Contrario a las otras, estas evitan abusar de la
mirada, son muy prácticas y precisas con esto de mirar, sobre todo en los
mercados donde si no todos, la mayoría de los vendedores son hombres.
Algunos puestos estaban
cerrados, mi esposo me dice que tal vez los vendedores han ido a la mezquita a rezar
y no deben tardar en llegar, pero después de varios minutos recorriendo los estrechos
y laberinticos pasillos de suelo accidentado me comentó que posiblemente muchos
comerciantes habían preferido quedarse en casa. Era de entenderse y por lo
mismo decidimos aligerar el paso para comprar los regalos de las sobrinas y hacer
lo propio. No teníamos una idea clara de los obsequios que queríamos hacerle a
las niñas, están todas en esa edad donde aunque todavía puedes encontrarlas jugando con muñecas, ya les comienza a llamar más
la atención todo lo que signifique “remoceo”; ya saben, carteras, joyas de fantasía,
maquillajes para niñas… Bueno, árabes al fin, son muy de engalanarse con motivo
de fiesta.
Según nos acercábamos a
los pasillos donde ubican las jugueterías se podía escuchar algo de algarabía.
Al doblar la esquina mi esposo siguió caminando pensando que iba tras de él,
pero a pesar de verlo alejándose cada vez más, mezclado entre la multitud; no
pude seguirlo, ni siquiera pude moverme. La impresión fue tan fuerte, que me
sentí confundida, como si al doblar la esquina, se hubiese abierto una puerta a
una dimensión desconocida. Perdí la noción de tiempo y espacio, ya no sabía dónde
estaba, recordaba haber entrado al mercado egipcio, caminar en dirección a la
juguetería como lo había hecho tantas veces, pero en ese momento ya no lo tenía
tan claro, no estaba segura. ¡Por Dios! Eran cientos, miles de armas, de
cualquier tipo, de todos los que puedan existir. Era un arsenal, que ni en
películas había visto.
Sentía a la gente moviéndose a mi alrededor, se tropezaban conmigo, empujaban tratando de abrirse
paso, yo estaba en el mismo medio de aquella abominable estampa donde un tropel
de hombres y niños, probaban las armas con evidente experiencia y conocimiento
del manejo que requieren. Mi esposo me haló del brazo, molesto porque cuando se
había volteado para preguntarme algo no me había encontrado. Se regresó
asustado tratando de encontrarme entre la multitud de hombres pensando lo peor.
Esa fue una de las pocas veces en que he ignorado su enfado y las advertencias
de no dejar saber que soy extranjera, por los secuestros y demás; sólo pregunté
qué era todo eso, contestó que eran armas de juguete, replicas exacta por las
cuales en Libia están dispuestos a pagar cualquier precio con tal de obsequiar
la que más real luzca a los niños; irónicamente como obsequio al final del Ramadán.
¡Vámonos! Mi esposo accedió de inmediato, ninguno de los dos nos sentíamos cómodos
con la situación en general, me preguntó si quería ir al “Mall” y le contesté
que mejor nos regresábamos a la casa y le obsequiábamos dinero a las sobrinas,
porque aparte de coquetas a todas les ha dado por ahorrar y les encanta recibir
dinero para luego ir de tiendas con sus carteras y pagar ellas por los juguetes
o lo que sea que se les antoje. De esa manera se han hecho de sus costureros y
retazos de telas, se cosen bolsos y
monederos, también hacen alfileteros para pinchar los imperdibles o alfileres
que usan cuando les da por jugar a que son grandes y visten “hijab”. Además compran
bisutería y pasan horas confeccionando joyas que luego exhiben los días viernes
cuando van de visita a la casa de los abuelos o cualquier otro familiar.
¡Taman! Dijo mi esposo en expresión de acuerdo, pues era una buena idea que nos
permitía regresarnos de inmediato a la casa, pero ya de salida al ver un
estante de bolsitas de regalos se me prendió el bombillo. Días antes había
visto a Reem, una de las niñas sacando de su carterita un pedazo de algún
espejo roto. Se lo quité de las manos y le advertí que nunca más debía jugar
con ese tipo de cosas, la madre nos escuchó y llegó justo cuando yo tenía el
pedazo de espejo en la mano. ¡Ufff! ¡Pobre de mi sobrina! Por eso se me ocurrió
tomar de mis maletas, unos espejos compactos de esos que se llevan en las
carteras, que los había comprado durante mi visita al mercado egipcio de
Estambul. Eran unos espejos hermosos con labrados de diseños florales decorados
con piedritas de colores. Imaginé la carita de Reem al abrirlo y mirar su
hermoso rostro reflejado en él, imaginé a cada una de ellas, tan bellas y
presumidas con esos ojos oscuros, almendrados enmarcados por espesas pestañas
saltarinas y supe que entre el dinero y los espejos, la alegría de las niñas
estaba más que asegurada y podíamos regresarnos a casa en paz.
Al día siguiente, en el
primer día del Eid, tal y como se acostumbra, mi esposo y yo nos pusimos
bonitos, felicitamos a los de la casa y nos fuimos de visita. Mi esposo repartió
dinero entre sus padres y sus seis hermanas, las solteras y las casadas, aunque
a Maha, la más pequeña se le había enviado desde hacía unos días, un paquete
con su regalo y los regalos para los dos niños, pues viven en Sabha, una ciudad
a doce horas de distancia en auto.
Después de visitar la
casa de mi cuñada Hana y su esposo Abu Waleed nos dirigimos a la casa de mi cuñada
Fatin y su esposo Husán, trayecto corto, pues la familia vive toda en un mismo
barrio, en calles no muy distantes. Al llegar a la casa de Ftin, como de
costumbre, mi esposo tocó el timbre y se identificó por el “intercom” mientras
yo aún en el auto, esperaba autorización para bajarme; es la costumbre aquí en
Libia, la mujer no se expone hasta que abran la puerta y del auto pueda
desplazarse rápidamente hasta el interior de la vivienda.
Para nuestra sorpresa
quien abrió la puerta fue un niño desconocido, como de unos diez años; juagaba
descalzo, con pantalón a mitad de las pantorrillas y replica de un “AK-47” en
mano. Antes de que pudiésemos reaccionar apareció Husán acompañado de un amigo,
nos invitó a pasar. Como había un hombre ajeno a la familia, mi concuñado fue
muy formal, se limitó a un “Aleikum Salam” sin darme la mano, ni gastarse
alguna de las bromas de las que ya estamos acostumbrados a intercambiar cuando
tenemos oportunidad de compartir. Es más, ni siquiera me miró y casi a coro mi
esposo y él me pidieron que por favor entrara a la casa y me reuniera con las
mujeres en el salón. El niño armado me fue escoltando y yo sin decir palabra
porque aún no salía de mi asombro, pues en la familia de mi esposo no es normal
regalar juguetes bélicos; ya si se trata de autos y aviones a control remoto,
es otra cosa.
Después de quitarme las
sandalias y colocarlas en la zapatera del recibidor, veo que el salón de
mujeres está vacío y escucho voces en el salón familiar. Al acercarme veo
varias mujeres, tres o cuatro, pero noto que están descubiertas, muy cómodas
viendo la televisión y conversando, no conocía a ninguna de ellas. De hecho era
la primera vez que coincidía en casa de alguna de mis cuñadas con visitas que no
fuesen parte de la familia; al verme me invitaron a pasar. Fui saludándolas una
por una entre los “Salam Aleikum”, “Aleikum Salam” y los besos, trataba de
ubicar a mi cuñada o a alguna de mis sobrinas, pero las mujeres al parecer
estaban retozando en el salón sin que la dueña de casa estuviese presente. Me senté
y en vista de que el silencio era sepulcral decidí asomarme al cuarto de las niñas,
a quienes encontré jugando de lo más divertidas junto a otras que intuí debían
ser hermanas del niño armado. Nos abrazamos y mientras retomaban el juego de
vestir a Barbie en la computadora una de ellas me dijo que mi cuñada se estaba bañando.
Eso sí que me pareció raro, mi cuñada Fatin siempre está lista y de punta en
blanco, igual que su casa, sobre todo si de recibir visitas se trata. De todas
sus hermanas es la más refinada, la de más vida social y aunque al igual que su
esposo se graduó de ingeniería civil, al casarse tomó la decisión de no
trabajar y aunque las niñas ya van a la escuela a tiempo completo, prefiere
quedarse en casa, le encanta cocinar, tiene arte para la repostería, las
manualidades, las plantas y la decoración. Ella incluso, hizo los planos de su
casa y debo reconocer que cada espacio fue funcionalmente pensado.
Me regresé al salón
familiar y me senté junto a las mujeres dispuesta a sonreír durante los cruces
de mirada y a fingir interés en algún programa de televisión. La mayor de las
mujeres me preguntó si era palestina, le dije que no. Entonces una de las hijas
me preguntó si era libia, contesté con otro no y entonces me di a la titánica
tarea de explicar lo que soy, “soy puertorriqueña” dije y fue como dar cuerda,
como apretar el botón y dar inicio a la ya acostumbrada conversación tipo
entrevista. Mi cuñada tardó bastante, al punto de que ya las mujeres y yo
parecíamos amigas de toda la vida. Hasta que apareció bonita, como es y con la
bandeja de té, como dueña de casa. Ella habla un inglés menos que básico y no
siempre estoy segura de que me entiende cuando le hablo, pero puso a las
mujeres al día en lo que a mí respecta. Las mujeres sonreían y decían;
¡Mashaallah! ¡Mashaallah!
El niño armado entró al
salón, traía un mensaje del padre, las mujeres saltaron de los cojines, se
cubrieron a toda prisa, se dirigieron al salón de hombres que también estaba vacío
y trajeron consigo bultos de ropa y bolsas con efectos personales, se
despidieron, se abrazaron a mi cuñada mientras le expresaban agradecimiento y le deseaban mil bendiciones.
Cuando mi cuñada quedó finalmente a solas conmigo suspiró de espalda pegada a
la puerta y extendiendo los brazos en señal de alivio. Del todo intrigada pregunté
qué pasaba, que quiénes eran ellos. Y me explicó que el esposo de la mujer era
un ingeniero palestino compañero de trabajo de mi concuñado, que los había
llamado hacían dos días pidiendo refugio porque las milicias habían tomado
terrenos baldíos aledaños al barrio donde viven y no tenían otro lugar donde
refugiarse y garantizar la seguridad de su familia. Llevaban dos noches
durmiendo en los salones de visita, ambos salones son alfombrados, con almohadones,
cojines de suelo y acondicionador de aire. Los habían llamado para informarles
que el peligro había pasado y podían volver a su casa. Para mis adentro: Y encima de todo le obsequian un arma a su hijo para que crezca creyendo que la guerra y matar es cosa de juego. ¡Ya Allah!
Casi de inmediato mi cuñada
recibió una llamada, varias amigas y sus familias venían de camino, mujeres
palestinas que casualmente conocí un día que andaba de pasadía con mi esposo en
el “Stone Park” de Tocra y que resultaron ser amigas de mi cuñada. Fatin insistió
para que nos quedáramos y yo pudiese compartir con las amigas, pero ya mi
esposo había llamado a la familia Shehabi y a dos amigos en la ciudad de
Bengasi para visitarlos y celebrar el Eid con ellos. Inconforme nos dejó ir
pero nos hizo prometerle que regresaríamos en la noche a cenar con ellos, mi
esposo contestó como todo musulmán… ¡Insha Allah! O sea, si Dios permite,
expresión que en algunas ocasiones sirve para no comprometerse.
En el apartamento de
los Shehabi estaban todos los nietos, todos guapos y engalanados. La madre de
nuestro amigo Mohamaad siempre dulce, siempre amable, siempre buena. Hani se retiró
al salón de hombres y yo quedé con las mujeres. Comimos, bebimos, conversamos y
de repente entra el esposo, Yusuf, repartiendo dinero y dulces entre todos los
nietos. Es un esposo, padre y abuelo excepcional, siempre alegre, siempre
humilde, siempre disponible. Ellos son como mi segunda familia aquí en Libia,
son palestinos que llegaron del Líbano hace muchos años y por las oportunidades
de trabajo existente en aquel entonces decidieron quedarse, como lo hizo la
familia de mi esposo después que se vieron forzados a abandonar Palestina y
recorrer Jordania, Siria y Egipto, donde nació mi esposo.
De allí salimos en
dirección a la casa de uno de los amigos de Hani, otro palestino, pero la calle
estaba cerrada, una “jaima” fúnebre cortaba el paso y la cantidad de autos y
gente conglomerada era suficiente como
para cambiar el orden de las visitas y llamar a Farej, un amigo sirio al que mi
esposo no veía hacia muchísimo tiempo.
Farej nos esperaba
frente a la entrada del edificio donde ubica el pequeño apartamento en el que
vive con su esposa Reem y sus hijos, Waffa una preadolescente, Ahmad de unos
nueve años y Kamal, el remolino viviente de tres años de edad, que nos ha
robado el corazón a mi esposo y a mí.
Recuerdo que Farej me saludó dándome la mano pero evitando la mirada, él y Hani
se abrazaron y se besaron como acostumbran hacer aquí los familiares y amigos
cercanos. Cuando se abrió la puerta la primera en abrazarme fue Reem, con su
carita redonda, blanca, alegre y luminosa, luego recibí un beso de Ahmad, también
de Waffa con la misma descripción de la madre pero sin hijab y el chiquillo se
refugiaba en las piernas de la madre, tímido y desconfiado.
Nos invitaron a pasar
al salón familiar donde para mi sorpresa se sentaron todos. Farej y Hani no
paraban de cotorrear como todos los amigos que se aprecian y que continúan la
relación, la conversación y el cariño donde mismo lo dejaron la última vez que
se vieron. Entonces Reem se dirigió a mí, me preguntó no sé qué cosa y yo de
inmediato miré a mi esposo, quien le aclaró a todos que yo no hablaba árabe y
que mi comprensión del idioma era prácticamente cero. Reem se sorprendió tanto
como los niños, Farej me habló en inglés, pero Ahmad saltó fascinado del sofá ,
se acercó bastante, me miraba como si yo no fuese de este planeta y en árabe me
preguntó que cómo era posible que yo no hablase árabe. Todos comenzaron a reír,
a carcajadas y yo pedía traducción; de ahí en adelante les puedo decir, y ahora
que lo estoy escribiendo me emociono muchísimo, les puedo decir que Frej, Reem
y los niños, han sido AMIGOS con mayúsculas.
La familia entera se involucró en
los asuntos de nuestra mudanza, desde transporte hasta limpieza y organización,
en dos meses y medio de amistad hemos
cenado y almorzado en nuestros respectivos hogares muchas veces, hemos ido de
playa, de pasadía y en estos momentos en que mi esposo no se encuentra en la
ciudad por cuestiones de trabajo, nuestros amigos sirios se han encargado de mí
como si fuesen familia. Con Reem y Waffa he ampliado mi vocabulario, puedo
decir que en dos meses y medio he aprendido más árabe que en dieciséis meses
que llevaba viviendo aquí en Libia antes de conocerlos. Los niños se refieren a
nosotros como “amu Hani” y “meme Aziza”, o sea tío y tía, mientras que Farej y
Reem nos tratan como hermanos. Estos seres llegaron a nuestras vidas en
momentos muy difíciles, en los que perdí mi embarazo, en los que entendimos que
debíamos mudarnos de la casa familiar, esto en medio de pleno conflicto armado,
de una de las peores crisis en la industria petrolera del país que representó
una interrupción seria en la actividad laboral y el salario de mi esposo y
otras tantas cosas más.
En fin, que de muchas maneras Dios nos demuestra que
nunca nos desampara, que no nos deja solos y que muchas veces lo hace de la
manera más natural y menos esperada, así, a través de la familia, de los amigos
o de gente que aparece y por afinidad uno da entrada sin sospechar lo mucho que
pueden llegar a significar en nuestras vidas. Agradezco a Dios y a pesar de los
pesares, me siento bendecida por contar con lo que realmente cuenta en esta
vida, el amor. Pues he aprendido que la vida es toda amor y el amor es todo
vida.
Que hermosa tu historia y reconocer las bendiciones de Dios, a mi me toca siempre que leo algo así la frase "después de una maldición hay una bendición". Cada vez me gusta mas leerte , se siente uno ahí contigo. Lindo día!
ResponderEliminar¡Que linda Aimee! ¡Shukran!
EliminarAy... que bonito el final... y tan cierto. Lo importante al final del dia es cuanto amor recibiste y cuanto amor diste!
ResponderEliminarComo siempre... estupendo el relato, puedo hacer el "mental picture" de lo que cuentas, que ves y escuchas. Que pena lo de las armas de juguete :-'(, también quedaría en un "shock" al ver eso.
Me alegro que Dios te haya regalado la amistad de Reem y su esposo e hijos, es uno de los mejores regalos, como bien lo dices: " la vida es toda amor y el amor es todo vida".
¡Que Dios los guarde en medio de la tempestad! ¡Un fuerte abrazo y mucho amor!
Hermoso e impresionante relato, como siempre me encantó!
ResponderEliminar¡Que bueno que te gustó! ¡Gracias!
EliminarYo a penas lo leo ahora, pero me gusto muchísimo. Me sentí indentificada con el final, pues por lo que te dije la otra vez. La verdad no es nada fácil vivir tan lejos de familiares y amigos. Me alegro mucho por ti, Dari. Te quiero y que te cuiden siempre los angelitos a ti y a tu esposo y que el universo te llene de amistades como esas :)))
ResponderEliminarWao!! Toda un divina experiencia! Cada vez q te Leo me transporto Allá contigo un paseo por el mall , las calles y hasta me interno cual intrusa n los hogares d ellos!!! Muy importante el Amor d Dios y su Bendición Es inmenso!
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