miércoles, 14 de agosto de 2019

Una, dos y tres ventanas cerradas


Era día de seguir conociendo, pero evitando el tráfico y el tumulto del área metropolitana de Madrid, así que rondando las 2:30 p.m., hora de la comida según la costumbre española, nos aventuramos a llegar hasta El Escorial. 

De inmediato se nos aclaró que lo que para unos son dos pueblos vecinos, El Escorial y San Lorenzo de El Escorial, para otros simplemente es El Escorial arriba y El Escorial abajo.

Así que a poco más de 29 millas de Madrid capital, justo en las laderas madrileñas del Monte Abantos en la Sierra de Guadarrama, se encuentra el pintoresco pueblo de San Lorenzo de El Escorial y su vecino El Escorial abajo.

Abajo ubica el complejo de El Monasterio Real de San Lorenzo de El Escorial que fue construido entre los años 1563 y 1584 por el rey Felipe II (el prudente). Además de monasterio el complejo cuenta con un Palacio real una basílica, un panteón, una biblioteca, jardines y un colegio. El mismo es Patrimonio de la Humanidad y un punto de interés turístico de los más visitados en toda España.

Mientras que arriba, el casco urbano de San Lorenzo de El Escorial, que es una belleza, ubica a unos 3280.84 pies de altura, desde donde se contempla en todo su esplendor el Monasterio Real.

Desde abajo, desde el atrio delantero del Monasterio, San Lorenzo se ve bonito. Hay unas escalinatas que invitan a dejar el auto cerca del parque Adolfo Suárez (después de detenerse en el paseo a admirar el Jardín de los Frailes, por supuesto) y subir a pies. La subida te da una sensación de conquista y victoria, sensación curiosa viniendo de una caribeña en suelo español, pero fuera de asuntos históricos y políticos,  supongo que esa sensación de subir y llegar, es algo que los alpinistas pondrían explicar mejor.

Si la memoria no me falla, se cruza la Calle Florida Blanca y se llega a dos plazas ubicadas en distintos niveles, de la Plaza Jacinto Benavente entre escaleras y fuentes, se llega a la Plaza San Lorenzo que te recibe llenita de árboles y gente, de bancos, mesas y sombrillas. Que te abraza con el aroma de las pastelerías y confiterías adyacentes y te envuelve con un repertorio de sonidos e imagenes que a cada paso te proponen vida.

Habían grupos de amigos y familias enteras que han subido hasta el pueblo a comer, porque hay que ver cómo los españoles disfrutan sus comidas, yo diría que se lo toman muy en serio, no se las saltan y si es fin de semana, las celebran; parejas de enamorados que toman  cerveza o un tinto de verano mientras se comen con la vista y se acarician; las amigas que se ponen al día porque han quedado después de una semana de largas jornadas de trabajo, los niños que corren, juegan y ríen mientras comparten golosinas. Y claro los turistas, tomando fotos, queriendo documentarlo todo para luego recordar, que según se crece se hace tan necesario.

Creo que me detuve en medio de la placita San Lorenzo, debí girar en mi propio eje un par de veces comiéndome todo con la vista, asimilando imágenes, sonidos y olores; procesandolo todo, almacenandolo, haciéndolo mío. Era tan bonito, por un momento pensé que me había metido en una estampa. ¿Será real este momento? Me preguntaba. Era una explosión de vida que acontecía a mi alrededor y yo era parte de esa corriente de energía. Mis sentidos se agudizaron y los colores fueron más intensos, al igual los sonidos, destacándose el correr del agua en las fuentes, las risas de los niños, la música de los bares cercanos y el contacto entre platillos y cubiertos desde las mesas al fresco.

Dejé de girar cuando la vi a ella en la ventana de un segundo piso. Tendría unos 75 años, tal vez un poco menos. Observa la plaza desde arriba, contemplaba la estampa de la cual yo era parte desde su palco, pero sin emoción alguna. Era pues una representación a la cual ella acudía todos los fines de semanas y posiblemente a diario; mientras que yo estaba allí por única vez en la vida. ¿Quién sabe? Para mí era todo una maravilla, incluso ella que apareció de repente deteniendome por completo, atrapandome. Pero ella permanecía en calma, hasta que se elevaba. Miraba a lo lejos como de seguro miraba Don Felipe el progreso de su obra desde su silla en las montañas.

Claro, ya sus ojos no se detienen en la plaza, ella mira sobre todo, a lo lejos, yo la veo, pero ella si mira ya no ve; sus ojos se abren más allá de los árboles, de las cúpulas de la basílica, de los jardines y el valle, ella se embelesa y sueña donde comienza el horizonte, porque ve continuidad, donde la mayoría ve un final.

Así es, puede que mire la plaza, que sepa que, como siempre, desborda en gente, puede incluso que me mire a mí, pero es incapaz de verme; fue lo que pensé.

Esta vez, no me atreví a inventarle una vida, es a lo que juego cada vez que veo gente a través de las ventanas, pero con ella no quise, me inspiró consideración. Tal vez fue su rostro sin expresión, su presencia tan taciturna, pero no quise molestarla. Sabía que debía dejar de mirarla. Lo intenté más no podía.

Si no tuviese escrúpulos, ya hubiese tenido una foto de ella en la ventana. Lo confieso, ella pasó a importarme más que la plaza y todos los personajes que compartían escena conmigo en la tanda de aquella tarde. Quería tenerla conmigo en una foto y mirarla cuántas veces quisiera recordarla y así poder inventarle una, dos o todas las vidas que se me ocurriesen, pero no era lo correcto así que luché conmigo misma y desistí de tomarle la foto. También sentí miedo, miedo de que ella aunque estuviese en pleno vuelo distante, más allá del valle, estuviese receptiva, escuchando lo que yo pensaba, lo que otros hablaban y que al momento de que yo osara con presionar y tomar la foto, de inmediato me encontrara yo con su vista fija en la pantalla de mi móvil, mirándome a los ojos. Yo siempre creo que esas cosas pueden pasar y ante esa posibilidad, me he frenado en ocasiones.

Entonces cuando había desistido de todo lo que me pasó por la mente, cuando ya me iba a dar media vuelta, cuando el olor de las palomitas de maíz confitadas me traían de vuelta, vi un brazo muy largo y delgado, sostenerse del de ella. Como si la ventana quedase junto a una cama donde alguien muy viejo y enfermo la reclamaba.

Ella de inmediato cerró la ventana, a mí mi esposo y mi cuñado me hablaron, pude moverme pero mi mente andaba en una gestión urgente. ¿De quién era ese brazo? ¿Qué relación les une? Ella no quiere estar aquí. Me detuve, había prometido no inventarle una vida.

Me invitaron a la heladería Los Valencianos, me senté y disfruté mi helado mientras observaba a una mujer muy guapa de pañoleta puesta al cuello, gafas de sol, pamela blanca y vestido azul de lunares blanco. Sus labios, como debía ser, eran muy rojos y cerrando el portón principal de su edificio se abría paso calle abajo entre los turistas y lugareños que con las temperaturas de junio que van subiendo, en ciudades y pueblos colman las heladerías. Me preguntaron algo, me interrumpieron, a ella tampoco pude inventarle una vida. ¿Se vino al pueblo a pasar el fin de semana? ¿Se encontrará con amigas o tendrá un amante? Nunca sabremos.

De regreso volvimos por la calle Duque de Medinaceli, hasta la calle Del Rey. La ventana permanecía cerrada, ella no estaba. Crucé la calle, me volví a parar en el mismo punto de la plaza donde había estado antes y tomé la foto de una, dos y tres ventanas cerradas.



© 2019, 2020, 2021. Daritza Rodríguez Arroyo. Los relatos de Aziza. Todos los derechos.

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