miércoles, 19 de noviembre de 2014

El hombre que mira desde el balcón de enfrente


 


Pensaba que quien gritaba, golpeaba las cubiertas de aluminio de las vitrinas de tiendas y almacenes, y quebraba los cristales de los autos en las noches era Mustafá el guapetón de barrio, pero ése no se ha escuchado más. Me cuenta mi esposo que lo ha visto en una que otra ocasión, aun así coincidimos en que desde el incidente aquel con el ejército, el hombre se mantiene como decimos en Puerto Rico, “tranquilo, quieto”.

La última vez que mi esposo estuvo por el desierto, fueron varias las noches que desperté azorada al escuchar lo que parecía un hombre atacado en tos. Otras veces sonaba más a fuertes episodios de vómitos y pensé que se trataba de algún anciano enfermo en uno de los apartamentos del edificio de enfrente. Quizás postrado en cama, agonizando víctima de alguna enfermedad. Entonces le pedía a Dios que tuviese misericordia de su familia y de él; luego volvía a buscar el sueño a pesar de saber que en un par de horas se escucharía el “adhan” –el llamado a la oración-.

La noche antes del regreso de mi esposo a casa fue la peor. Alguien merodeaba la calle, gritando, peleando, riendo, llorando. Golpeaba las puertas de hierro de las entradas de los edificios y quebraba cristales de los autos estacionados a lo largo de la calle. Pensé que se trataba de algún borracho, porque el hecho de que el consumo de bebidas alcohólicas esté prohibido en un país islámico, no significa que no se consigan, bien sea por tráfico o producción casera. ¡Haram!

El hombre aparentaba estar en total frenesí, incansable, duró toda la noche y cuando todo parecía estar en calma se escuchaba un sonido plano, sólido y repetitivo, como si golpeara una superficie cualquiera envuelto en una especie de transe. Se escuchaba muy cerca, demasiado. Quería abrir la ventana, asomarme, terminar con la incertidumbre, tranquilizarme, volver a acostarme, pero no me atreví. Cuando apoyé los dedos contra la celosía de la ventana que da para la esquina del cuarto, supe que incluso coquetear con la idea de asomar un ojo por uno de los minúsculos huecos sería muy arriesgado.

¿Y si resulta que en ese mismo momento su instinto le advierte que está siendo observado y su mirada atina al único hueco ocupado entre todos los minúsculos huecos de la celosía que tocan mis manos? Entonces tal vez sea capaz de saltar y de un sólo salto lograr asomar sus ojos por el mismo hueco desde donde lo observan los míos desde un segundo piso. ¡Me muero!

Desistí de la idea. Fui directo a la cocina, me armé del cuchillo de filetear carnes y lo coloqué al alcance de mi mano, entre la mesita de noche y la cama. En caso de que le dé por encaramarse por las rejas e intentar entrar a la casa, yo no lo pensaría dos veces. ¡No! Eso pensé, que ya constituía por sí mismo haberlo pensado una vez, así que la próxima sería cuestión de actuar.  

Así pasé la noche, “en vela” porque el susodicho alternaba los episodios de histeria y vandalismo con los del trance en percusión y a juzgar por la fidelidad con la que llegaba el sonido, no me quedaron dudas, lo hacía apostado frente al edificio donde vivo, bajo mi ventana. Como era de esperarse no logré conciliar el sueño. Una vez escuchado el “adhan” el hombre pareció calmarse, entonces la alterada era yo, tomé café, me recogí el cabello en un moño bobo y me puse a ordenar un poco, me gusta recibir a Marido con la casa impecable, menú de celebración y yo, con la piel suave y perfumada.

El día que el ejército se llevó a Mustafá, mi esposo y yo, como el resto de los vecinos, estábamos “shufiando” –mirando- por la ventana. En el edificio de enfrente habían hombres menos discretos que “shufiaban” desde los balcones y me llamó la atención uno en específico; delgado, de tez clara, todo desaliñado y con una barba espesa, de esas que comienzan a canear. Vestía una camisilla percudida que alguna vez fue blanca y fumaba mientras observaba con seriedad la tragicomedia de Mustafá.

-¿Ese hombre vive en el apartamento de los cristales quebrados? Pregunté a mi esposo.

-No creo. Ese apartamento tiene pinta de abandonado y él tal vez es uno de los residentes de los apartamentos que dan para la otra calle y usa ese como mirador. Contestó mi esposo mientras me retiraba de la discreta rendija entre la celosía y el marco de la ventana por el cual solemos “shufiar” el palpitar de nuestra siempre conmocionada calle en este popular barrio de Bengasi.

Hace un par de noches, en horas de la madrugada saltamos de la cama, no se debió a los estadillos que se escuchan cada noche proveniente desde las áreas de combate; a esos –lamentablemente- nuestros oídos se han acostumbrado y ya son incapaces de interrumpirnos el sueño. Nuevamente había alguien en la calle, rompiendo cristales, golpeando las puertas, dispuesto -una noche más- a alterar la paz de los vecinos, a robarnos el sueño.

-Debe ser un borracho, algún drogadicto. Comentó mi esposo mientras se colocaba una de las almohadas sobre la cabeza. Yo intenté “shufiar” por los huecos de la celosía de la puerta de nuestro cuarto, la que da al balconcito, pero no pude ver nada. Me regresé a la cama.

-Sólo procura tener cuidado, si alguna vez, cuando los combates en Bengasi terminen, llegas muy tarde de transportar a tu hermana del trabajo a su casa, no sea que te lo encuentres. Nunca se sabe. Le advertí a mi esposo que ya roncaba.

Ayer justo cuando regresábamos del supermercado, mientras estacionábamos la guagua –así le llamamos a las camionetas en Puerto Rico- el hombre desaliñado que mira desde el balcón del apartamento abandonado apareció  de repente frente a nuestro auto, como si hubiese saltado y caído sobre nuestro bonete. Nos asustamos, porque mi esposo estaba concentrado en la tarea de estacionar en un espacio que parecía reducido para el largo de nuestro auto y yo como siempre, estaba hablando.

El hombre vestía una chaqueta de lana en color negro, con las aletas del cuello elevadas, parecía un vampiro. Esta vez pude mirarlo de cerca, aunque a través del cristal. Ha de estar llegando a los 50 años de edad, tal vez su piel pálida, su barba espesa, canosa y desaliñada lo haga lucir mayor.

-¿Qué te dijo? Pregunté a mi esposo casi tartamudeando.

-Preguntó si tengo cigarrillos y le contesté que no fumo. Me explicó.

-Creo que ese hombre vive en el apartamento abandonado, estoy segura que es el mismo que siempre mira desde el balcón. ¿Viste como saltó y calló sobre nosotros? Le comenté a mi esposo.

-¿Cómo que saltó? Preguntó confundido.

-¿No lo viste? Es un vampiro. Dije yo, en tono muy firme.

Mi esposo me miró con un gesto de incredulidad que ofendía, su cara entera era una mueca propia de quien no sabe si reírse o tomarlo en serio. Pero como yo le sostuve la mirada dejándole saber que estaba hablando muy en serio, respiró profundo de forma dramática -me refiero a cuando se respira profundo y en el mismo acto se cierran los ojos-. Para cuando los abrió yo todavía estaba mirándolo esperando una reacción concreta, más allá de las evasivas muecas y suspiros. Entonces me explicó que se había topado con él un par de veces  y que sí, que vivía en el apartamento abandonado del edificio de enfrente, pero que lejos de ser un vampiro, al parecer se trataba de un enfermo mental.

Bajamos la compra, preparé el almuerzo, la tarde ya andaba de despedida y los últimos rayos del sol se colaban por los huequitos de las celosías de toda la casa pintando de destellos naranja las paredes de nuestra morada. Me sentí profundamente triste, a pesar de estar segura de que el hombre que mira desde el balcón tiene la capacidad de saltar largas distancias, y de que es el mismo que nos roba la paz y el sueño cada noche, lo habíamos confundido con cualquier alcohólico o drogadicto, cuando en realidad se trata de un enfermo mental. Y no es que no se deba sentir compasión por las condiciones antes mencionadas, pero las enfermedades mentales no son consecuencias de una decisión y en mi opinión es poco o ninguno el control que el paciente puede tener al respecto.

Siempre he sentido una inquietante lástima por los pacientes mentales, leer historias o ver películas que traten el tema suele arrastrarme a días de profundas reflexiones. Esta vez no fue diferente, pasé toda la tarde y parte de la noche pensándolo a él, al hombre que mira desde el balcón de enfrente. ¿Cómo perdió su paz? ¿Quién le robo el sueño? ¿En qué momento se perdió a sí mismo? Me aturdí en imaginaciones y pensamientos, en esa tarea loable pero desquiciante de tratar de entenderlo todo, de encontrar respuestas y explicaciones que sabemos tal vez no existan y tengan pocas posibilidades –o ninguna- de llegar a nosotros.

Fue imposible no recordarla a ella. Era el verano de 1990, yo tenía 17 años de edad y decidí viajar a la República Dominicana como misionera laica con la organización católica Obras Misionales Pontificias (OMP). La religiosa, Sor Beatriz Barry me llevó, junto a otra amiga misionera también puertorriqueña a un hospital psiquiátrico en la ciudad de Santo Domingo. Junto al hospital infantil Robert Raid Cabral –“El Angelita”- y la “Posada El buen samaritano” era uno de los lugares donde podíamos fungir como colaboradoras mientras estuviésemos de misioneras en el hermano país. Ese día cuando nos informaron que iríamos de visita a un hospital psiquiátrico me sentí algo nerviosa pero no podía negarme, además era una oportunidad para vivir la experiencia y confrontar mis emociones. ¿Es sólo compasión o hay algún tipo de temor, fobia o trauma relacionada a la locura? Era el momento de abrir uno de esos tantos baúles que permanecen cerrados en los rincones más oscuros y distantes de nuestra conciencia.

Al llegar al recinto, las religiosas nos condujeron hasta la sala comunal de los pacientes, una estancia amplia, bien ventilada e iluminada de forma natural. A simple vista los pacientes eran ancianos en su mayoría; muchos de ellos evidentemente medicados. Las religiosas nos hablaban sobre las tareas diarias de ellas, el personal médico y los colaboradores voluntarios, y por supuesto, sobre la rutina e itinerario de los pacientes.

Algunos ni se dieron por enterados que tenían visita, mientras otros no vacilaron en acercarse y tratar de interactuar con nosotros. Ella irrumpió en el grupo en total histeria, vino directo a mí, decidida a atacarme. Gritaba desesperada, les decía a todos que yo era un espía del demonio y que el lente de la cámara fotográfica que colgaba de mi cuello era el ojo de Satanás que observaba desde el infierno; que me habían enviado para espiarla y que ahora Satanás sabía donde se encontraba y no tardaría en venir por ella, en llevársela. ¡Vaya momento! No recuerdo nada más, ni siquiera cómo terminó el asunto, pero demás está decir que me decidí por trabajar en el hospital infantil, pero ésta además de ser una historia muy larga, es harina de otro costal, así que volvamos a mi actualidad; el hombre que mira desde el balcón de enfrente, Bengasi, 18 de noviembre de 2014.

Había terminado de ver el capítulo pendiente de la novela “Avenida Brasil” doblada al inglés británico, la pasan por el canal “Dubai One” a las 6:00 p.m. hora de Libia, ya luego mi esposo me recordó que esa misma noche en otro canal pasarían la película británica “The Best Exotic Marigold Hotel”; una película fascinante que ya había visto en unas de esas salidas de “cine y cena” entre amigas, que tanto extraño en el teatro “Fine Arts” en Puerto Rico. La quería ver de nuevo, pero ahora en compañía de mi esposo que prepara un “pop corn” casero con poco aceite y bajo en sal que es para chuparse los dedos. Ya luego le tocó el turno a los noticieros que informan sobre los últimos acontecimientos de la Operación Dignidad –Al Karama-como han llamado al conflicto actual en Libia.

Desde lejos llegaba el sonido de las detonaciones del fuego cruzado entre el barrio de Al-Sabri y Al-Salmani oeste, por otro lado, mi esposo acostumbra dormir con el televisor encendido, así que aún sin silencio estamos acostumbrados a quedarnos dormidos. Pero esa noche, también se escucharon carcajadas; fuertes, incesantes, espeluznantes. Quedé sentada en la cama.

No había pasado mucho tiempo cuando comenzaron los gritos, era realmente aterrador lo que se escuchaba; sin ojos, sentada en mi cama pude sentir el descomunal sufrimiento que transmitía aquel atormentado hombre a sólo pasos de distancia, al cruzar la calle, en el edificio de enfrente, a sólo una mirada.

¿Cuántos vecinos estarán como yo, sentados en sus camas, con los canales abiertos, en plena transmisión de dolor? ¿Cuántos habrán cubierto sus cabezas con la más mullida de las almohadas para, bien sea por acostumbrados o indiferentes, poder seguir durmiendo?

Salí corriendo hacia el salón principal, me arrodillé sobre los cojines al pie de la ventana y asomé la mirada por el primer hueco que acerté a la altura de los balcones en el segundo piso. Había alguna luz encendida y podía ver el interior porque sus ventanas están al descubierto, sin celosías, sin cristales, acrílicos o cortinas, en el interior no estaba. Seguía escuchando gritos, así que me asomé por los huecos más bajos, los que permiten visibilidad hacia la entrada de los edificios de enfrente. ¡Santo Dios! ¡Lo encontré! Si la puerta está abierta, como era el caso, se tiene una vista directa al pequeño espacio que hace de vestíbulo y los escalones que dan al primer piso. Y allí estaba él, “el hombre que mira desde el balcón de enfrente”, parado en la escalera, vestido de “jalabiya” marrón oscura, iluminado por la bombilla desnuda y tintineante que se columpia mientras irradia esa luz amarilla que tanto deprime los espacios. Allí estaba con las manos llevadas a la cabeza, como presionándola, o sosteniéndola con temor de perderla o decidido a arrancársela. No lo sé.

 

Yo miraba fija, decidida a no moverme de allí hasta que él, hiciera una cosa o la otra. ¿Y si su instinto le advierte que está siendo observado y atina súbitamente a enfocar su mirada a través de los huecos por donde justo lo observo? ¡No! Eso no va a pasar y tampoco va a llegar saltando como si fuese un vampiro. ¡Vamos! Es un pobre hombre que… ¡Saltó! Saltó alto, gritando aterrado y desesperado. Cayó de pies, medio encorvado en el reducido espacio entre el último o primer escalón –dependiendo de las emociones y circunstancia de todos los que transiten las escaleras- y la puerta de entrada.

Mis ojos debieron permanecer abiertos, inmensos, magnetizados. El hombre temblaba, pero rehusaba a moverse, tal vez no podía, o no lo dejaban. Permanecía inerte sus manos esta vez parecían presionar sus rodillas, para no desplomarse, o tal vez para quebrarlas y caer para siempre. No lo sé.

Cuando comencé a sentir calambres en las piernas, me cuestioné cuánto tiempo habíamos permanecido ambos de cuerpo inerte, de espíritu acelerado, en puntos paralelos tan lejos o tan cerca como puedan resultar unos 30 pies de distancia aproximada. ¿Tres, cinco o diez minutos? Tampoco lo sé.

¿Qué se supone que hiciera? ¿Regresarme a la cama y dormir la noche arropada por la indiferencia como hace el resto noche tras noche? ¡No! No podía, pero tampoco había manera de solicitar algún tipo de ayuda profesional para estos casos, aquí no existen. Lo miraba tan quieto, asustado, tan indefenso. Cómo me hubiese gustado saltar desde mi ventana y llegar hasta él. Sí, claro que lo abrazaría. Si no fuéramos desconocidos, si en el fondo no lo viese como un peligro o una amenaza como se le ve a los “locos”, si el no fuese un hombre y yo una mujer, si no viviéramos en Libia -un país de cultura árabe y religión musulmana- si no fuera de noche, en plena madrugada. ¡Que muchas limitaciones creamos los humanos! Construimos muros inmensos para que luego se nos vaya la vida tratando de derrumbarlos en nombre de la justicia, la paz, el amor y la libertad. ¡Somos tan complicados!

Continuábamos allí, a 30 pies de distancia, él en su lucha y yo sintiéndome tan inútil y frustrada. Entonces pensé que sólo hay una manera de llegar a él, de poderlo abrazar; irradiando energía, siendo más espíritu y menos carne.


Sin despegar la vista respiré profundo, visualicé que el cuerpo de “el hombre que mira desde el balcón de enfrente” estaba envuelto por una luz radiante y poderosa que desde lo alto atravesaba la estructura del edificio y llegaba hasta él, entrando por la coronilla, recorriendo y envolviendo su cuerpo en forma de espiral. Visualice que según los rayos de luz lo envolvían las cadenas que antes lo ataban se quebraban y caían al suelo. A su lado una legión de ángeles con alas inmensas esperaba para defenderlo y protegerlo, mientras a unos pasos cientos de espíritus amparadores, estaban presentes en forma de brillantes lucecitas, para asistirlo y sostenerlo.


“Dios, no desampares el espíritu de este hombre que encarnado aquí y ahora sufre atormentado, bien sea por una enfermedad mental, alguna adicción  o por espíritus obsesores que lo mantienen prisionero en la locura. Su sufrimiento es desgarrador y así ha vivido durante no sé cuanto tiempo, pero esta noche y en este momento necesita ayuda. Solicito la intervención de ángeles y la presencia de sus seres amparadores para que lo resguarden.” Entonces me visualicé saltando hasta la entrada del edificio, llegando hasta él y abrazándolo como sólo los espíritus se abrazan. Transmitiéndole mis mejores deseos de bienestar y armonía, compartiendo mi fe, mi esperanza. ¡Claro que me saltaron las lágrimas! “El hombre que mira desde el balcón de enfrente” se enderezó, soltó el ruedo de la jalabiya que mantenía sostenido a nivel de las rodillas, cerró la puerta del edificio, y subió las escaleras.

Me regresé a la cama cerré los ojos sin pensar en nada, me quedé dormida, tan profundo que ni siquiera escuché el “adhan”. Serían las 8:00 a.m. cuando mi esposo y yo despertamos azorados. Una voz que parecía venir del balcón del edificio de enfrente gritaba jubilosa; ¡Alahu Akbar! ¡Haiyu arab! ¡Alahu Akbar! Que traducido al español significa; ¡Dios es grande! ¡Alábenlo! ¡Dios es grande! Siguió cantando  a todo pulmón una canción de alabanza. Me dio alegría, una alegría inmensa, no pudo haber mejor manera de comenzar mi día.

-Qué raro que no has salido corriendo a la ventana para verlo cantar. Comentó mi esposo.

-¿Por qué dices eso? Pregunté sospechando la respuesta.

-Porque anoche no dormiste por estar pegada a la ventana. ¿Crees que no me di cuenta? Contestó mientras me abrazaba.

 

No fue necesario ir hasta la ventana, escuchar el júbilo en sus alabanzas era suficiente para recibir el abrazo de mi esposo y volver a dormir el resto de la mañana.

Aunque no quiera debo ser realista, mientras he escrito este relato ha caído la noche, los niños aún juegan en la calle y se observan hombres fumando y conversando en los balcones y en las entradas de los edificios. “El hombre que mira desde el balcón de enfrente” ha comenzado a gritar nuevamente, hoy se queja como si estuviese en el suelo revolviéndose de dolor. Mi esposo ha ido a visitar un amigo en el mismo edificio, de seguro hallará oportunidad para preguntar sobre su situación y otros personajes de la calle.

No dudo que esta misma noche o cualquiera de las que nos queden por delante, el hombre volverá a librar intensas batallas consigo mismo o con los seres oscuros que lo atormentan  y lo lanzan a la calle, donde en busca de auxilio grita, rompe, llora y ríe a carcajadas; alterándonos la paz, robándonos el sueño haciéndonos reflexionar sobre la fragilidad y las tantas limitaciones de nuestra condición humana. Aun así, he hecho el firme compromiso de acompañarle en sus recaídas, a distancia y sin juzgarlo, abrazándole como sólo los espíritus se abrazan.