Audio relato: Las Munacabat:
http://www.goear.com/listen/d604c9b/las-munacabat-primer-encuentro-daritza-rodriguez-arroyo
He visto tres, no son muchas
porque aquí no son tan comunes como en Arabia Saudita, pero las he visto y las
he tenido muy cerca, tan cerca como para lograr atisbar el sutil parpadeo de
sus ojos a través de la traslucida tela que los cubre. La primera se me apareció
en el aeropuerto de Estambul, lo hizo cuando menos la esperaba, aunque siendo
sincera debo admitir que hacía tiempo que no pensaba en ellas, las había
olvidado.
Me encontraba agotadísima tras aproximadamente 21 horas entre
aeropuertos, vuelos y trasbordos, no había logrado dormir bien y la emoción de finalmente
encontrarme con mi esposo tras 17 meses de espera comenzaba a apoderarse de mí. ¿Qué digo de mí? De todos mis sentidos. Una vez logré ubicar la
puerta de abordaje hacia Bengasi, recordé que era mi última oportunidad para
refrescarme, maquillar mi cara en un intento por lucir fresca y radiante, y tal
y como me pidió mi esposo, cubrirme. Cuando le planteé sobre mi decisión de
viajar sin el ‘hijab’ hasta llegar a Bengasi, fue muy enfático en que debía
usarlo desde el aeropuerto de Estambul. La intención era tratar de pasar
desapercibida, algo que entendíamos posible gracias a mis facciones
latinas con -según él- trasuntos arábicos. Debía evitar ser
reconocida como una mujer extranjera que viajaba sola a Libia, sobre todo ante
la mirada de los hombres.
Cuando salí del tocador, ya con
el rol de mujer y esposa musulmana asumido desde mi vestimenta, me percaté que
la sala de espera se encontraba desolada, a través de los cristales vi que los últimos pasajeros estaban prestos a
abordar el autobús que atravesaría la pista para trasladarnos hasta nuestro
avión. Bolso en mano aligeré el paso
mientras mostraba mi pase de abordaje e intentaba asegurarme que mi cabello,
el cuello y el pecho estuviesen apropiadamente cubiertos.
El autobús estaba
repleto, ya no quedaban asientos disponibles, apenas conseguí ubicarme de pies frente
a la puerta, cerca de uno de los postes metálicos donde pude sujetarme mientras aseguraba mi bolso y apretaba una maleta pequeña entre las piernas. Se cerró la puerta y
confieso que estaba un poco ansiosa, por primera vez en todo el viaje. ¡Era todo tan diferente!
Estábamos todos tan apretados
los unos con los otros, que podíamos oler tanto nuestro sudor como el aliento.
Observé a mí alrededor, eran todos hombres, a excepción de dos mujeres que
viajaban en compañía de sus esposos; no sé si eran ideas mías pero me pareció
que todos me miraban, incluidas ellas. Entonces una de ellas sonrió y yo
contesté con otra sonrisa, la mujer le susurró algo a su esposo y él me miró
sin expresión alguna. En ese punto ya no sabía si ellos me miraban a mí porque
yo los miraba a ellos, o si simplemente todos nos mirábamos porque teníamos
ojos y estábamos a bordo del mismo autobús sin nada más que hacer.
Justo cuando pensaba que
iniciaríamos marcha, porque ya todos nos habíamos escudriñado con la vista,
alguien gritó desde afuera y yo supuse que se trataba de algún pasajero
de último momento. Pensé que sería un hombre más, de
seguro uno con barba espesa, rostro siempre serio y su ‘taqiyah’ bien puesto. Fue cuando se abrió la puerta y entonces apareció ella, así de manera tan impensada,
apareció ante mis ojos toda negra, oscura y contradictoriamente iluminada. Su
imagen provocó que desaparecieran todos a nuestro alrededor, en ese instante era
sólo ella que venía hacia mí elevada, desplazándose en el aire. Sí, como
una aparición mística. ¿Por qué no?
El viento agitaba todas sus capas, sus paños,
su velo pero era imposible verla a pesar de que era igualmente imposible dejar
de mirarla. Las había visto en Internet, en
documentales, en películas, y en la televisión cuando pasaban noticias de algún
país islámico, pero como dije, las había olvidado. Quedé eclipsada, totalmente fascinada. Para cuando me vine a dar
cuenta ya había sucedido, se me había aparecido la primera de las Munacabát y
ahora que el autobús por fin arrancaba y todos nos tambaleábamos de un lado
para otro la tenía muy cerca, tanto que alcancé a verle sus pestañas revoloteando
como vívidas alas de mariposa dentro de la oscura malla.
Ya no era tan grande,
ni tan luminosa, debía tener aproximadamente un poco más de cinco pies de
altura y a pesar de todas esas telas se distinguía la silueta de una mujer
delgada y delicada. ¡Un niño! ¿De dónde había salido el niño? Era apenas un bebé,
como mucho debía tener unos cuatro meses de nacido. Ella lo traía en brazos pero mi embeleso
había sido tal que no lo había visto. Tampoco había visto al padre del niño que
para no decepcionar tenía una barba espesa y cara seria. Cuando descubrí su
mirada fija sobre mí, me asusté, sentí como si me hubiesen descubierto husmeando
en casa ajena. Mi primera reacción fue mirar para otro lado, ahora eran mis
ojos los que movían sus alas buscando desesperadamente posarse en otro lugar.
Para cuando mis ojos intentaron un regreso tímido, ya el chacal estaba frente a mí,
con su mirada roja, encandilada, como quien ha descubierto una presa en medio
del desierto.
El chacal sostuvo la mirada como para que no quedase duda alguna,
mirada que incomodaba, que trasgredía, que en sí misma era un acto. Y mi
segunda reacción fue mirarla a ella, que aunque no parecía seguía estando allí,
de cuerpo presente. Para mi sorpresa ella tenía su cabeza vuelta hacia él,
al parecer lo miraba, sabía que era un depredador, creo que también me miró a mí
y bajo su cabeza como acostumbrada y una vez más resignada. Se encendieron unas
bocinas, transmitieron un mensaje en turco y luego en árabe, las personas
comenzaron a moverse a afirmar sus bolsos en las manos y el padre del niño
continuaba mirando, en un movimiento brusco tomó a la mujer de la mano, la
afirmo lo más posible contra él y sin dejar de mirarme se preparaba a bajar del
autobús.
Cuando finalmente la máquina se detuvo y abrió sus puertas, el padre
del niño me sonrió cínicamente y bajó antes que todos del atestado autobús.
Caminamos en grupo hasta las escaleras del avión, yo lo hacía mucho más lento,
para no alcanzarlos, para no coincidir; el padre del niño llevaba consigo los bolsos y
al chacal, la madre cargaba al niño y todo su misterio.
Yo, observaba como se alejaban y la figura envuelta en paños
negros tomó forma de cometa;
se impulsaba y volaba hasta que la imagen de los tres se disipó
entre el fuerte viento, entre los idiomas que yo no entendía y la presencia de aquella
gran ave hueca que me llevaría surcando los aires del Mediterráneo hasta la
costa noreste de África, hasta los brazos de mi amado.
* Daritza Rodríguez-Arroyo, Todos los derechos reservados de autor / copyright©.
*Un blog se alimenta de los comentarios de sus lectores, no dejes de compartir el tuyo*
¡Gracias!