martes, 13 de agosto de 2013

Tengo una amiga en Bengasi

Hospital Al Marwa, Bengasi, Libia
 

Tengo una amiga aquí en Bengasi. Nos conocimos hará cosa de un mes en una de las salas de espera del hospital Al Marwa. Mi esposo me llevó porque desde hace tiempo me aqueja un dolor discontinuo en el costado izquierdo de mi abdomen y en Puerto Rico no hubo sonograma, colonoscopía, ni tomografía que diese con la causa del mismo. El doctor fue recomendado por una de mis cuñadas casadas porque aparte de haberla intervenido quirúrgicamente y seguir viva para contarlo, el galeno habla inglés; según me cuentan conseguir ambas cosas en un médico no es muy común por aquí. La cita era para las 5:00pm pero una vez más el tráfico pesado en las vías de acceso a la ciudad nos había superado. Cuando mi esposo dobló a la izquierda para acceder al estacionamiento me pareció reconocer el lugar, habíamos pasado por allí muchísimas veces pero nunca me había percatado que aquel edificio tan inusualmente horizontal y estrecho era un hospital. Entramos y mi esposo, como de costumbre, va con la cara más tesa y seria que se pueda uno imaginar. Habla con una recepcionista,  que por cierto aparentaba ser muy joven y tenía una cara muy bonita. Ella señala las escaleras, mi esposo le agradece  sin perder el rigor,  nos dirigimos al segundo piso, él va delante y yo detrás, habla con otra recepcionista que también resultó ser joven y bonita. Ésta confronta serias dificultades para entender mi nombre y ni hablar de mis apellidos. Ya nos ha sucedido antes y mi esposo no tiene mucha paciencia, le repitió unas tres veces mi nombre, pero como siempre,  lo hace deprisa como si olvidara que al principio a él también le costó y que por muy graciosa y romántica que sea la historia de la elección de mi nombre árabe, acá entre nos, yo creo que la dificultad al momento de pronunciar mi nombre de pila jugó un papel importantísimo para que hoy día aquí se me llame Aziza. El asunto es que la joven se dio por vencida y le pasó la lista de pacientes para que él mismo señalara mi nombre que al momento de coordinar la cita se anotó transliterado al árabe. ¡Vaya! ¡Vaya!

Atravesamos un pasillo y llegamos a un área bastante amplia dividida en varios salones abiertos que hacían de salas de espera. El lugar en general tenía muy buena pinta, ordenado, limpio, decorado, se lo comenté  a mi esposo y en voz muy baja acercándose a mi oído me susurró que estábamos en un hospital privado. Coloqué cara de ¡Oh! Me quedé parada mirando todo a 360 grados. Entonces me topé con la mirada de, ¡Apúrate! de mi esposo. Tocó una de las puertas, la chica (otra joven bonita) que abrió me miró, sonrió amablemente y señaló el último de los salones. De lejos mi esposo atisbó un asiento libre y me indicó que esperara sentada y que cuando me llamaran antes de entrar a la consulta le hiciera señas para él entrar conmigo. ¿Pero y dónde estarás tú? Sin mediar palabra me señalo el primero de los salones; no me había dado cuenta que aunque abiertos, como de costumbre los primeros dos salones de espera eran para hombres y que los del fondo para mujeres (otra cara de ¡Oh!). Atravesé ambos salones como en pasarela, y no lo digo porque caminase yo con estilo coqueto o refinado, si no por las miradas auscultadoras de todas aquellas mujeres conservadoramente ataviadas en impecables ‘abayas’ negras y sus coloridos ‘hijabs’. Curiosamente ese día no vestía yo de ‘abaya’, pero mal vestida no estaba, porque si hay alguien que se asegura al 101% de esos menesteres, ese es “Habibi”. Llevaba yo un pantalón negro tipo palazzo y una túnica tipo ‘kurti’ del mismo color, bastante ancha y de sutil bordado floral de tonos pasteles en cuello, mangas y ruedo a nivel de las caderas. Mis zapatos también eran negros, de taco ancho y recatado, el hijab de ese día era uno que me gusta mucho en contraste de tonos tornasoles de azules y verde similares a los del bordado en la túnica. Ese día cuando mi esposo entró al cuarto y me vio sonrió y me dijo que me veía muy elegante, dice que prefiere la mujer elegante a la sexy, y que los maquillajes deben ser para resaltar con sutileza los atributos naturales y no para simular mascaras carnavalescas donde las mujeres escondan su verdadero rostro. Así que por mi apariencia no era, no. Me senté en la única silla disponible al momento, justo la que quedaba al fondo del último salón, de frente a quienes llegaban, con vista casi panorámica de todo el piso donde una sala parecía estar la una dentro de la otra.

Las miradas de pupilas estetoscopicas me siguieron hasta que me acomodé en la silla y a pesar de haber subido la vista en casual e ingenua confrontación, la mayoría de las mujeres no claudicó. Sin pudor  ninguno continuaron examinándome y sin darme cuenta yo también había comenzado a hacer lo mismo con ellas. De hecho creo que lo hacía desde el primer momento, desde que me percaté que todas las empleadas eran jóvenes y bonitas como si fuera un requisito inquebrantable a la hora del reclutamiento de personal en aquel hospital, desde que noté que las mujeres en la sala de espera estaban muy bien vestidas y arregladas; creo que todos lo hemos hecho desde aquella ocasión con la Munacabát y el chacal en el autobús del aeropuerto de Estambul. ¿Recuerdan aquel primer relato? Bueno, pues he llegado a la conclusión de que aunque algunos destaquen la similitud de mis rasgos faciales con los de las mujeres de estas tierras, por más que me ciña a su código de vestimenta y evite el que se me pueda identificar como extranjera hay una fuerza instintiva poderosísima que les advierte, me identifica y me delata. La realidad es que nunca he podido pasar desapercibida. Me ha quedado más que claro que existe un lenguaje universal, muy de humanos que se basa en el manejo de la mirada y si hasta ahora me llena de intriga el modo en que se me mira, la intriga es aún mayor cuando pienso en el modo en que yo les he estado mirando a ellos durante estos cuatro meses.

Nunca he tenido una noción del tiempo confiable, así que no sé cuánto tiempo pasó hasta que la vi entrar al salón acompañada de quien supuse era su madre. Recuerdo una sonrisa, como  a manera de saludo, pero no puedo precisar quien sonrió primero, si lo hizo ella o fui yo. Seguí a esta chica con la vista hasta que se sentó, como anteriormente habían hecho todas conmigo. Se sentaron en la hilera de sillas contra la pared a mi derecha. La madre como era de esperarse vestía abaya y hijab, pero ella mujer joven, tal vez entre los 30 y 40,  de tez oscura venía maquillada, vestía unos mahones (jeans) azules ceñidos al cuerpo, una chaqueta encantadora color mostaza de mangas largas que le cubría hasta mitad de muslo, la blusa interior tenía cuello alto y era de un color marrón claro al igual que el hijab y las botas de tacones que le habían marcado el paso desde que había entrado al salón. Esto último según los códigos de buen comportamiento no es bien visto; las mujeres no deben llamar la atención, su vestimenta y presencia en general debe responder a la modestia y el recato. Cuando una mujer utiliza maquillaje cargado, vestido que delinee o resalte la figura de su cuerpo, perfumes fuertes, accesorios rimbombantes o simplemente taconee al caminar, es porque en lugar de modestia exhala vanidad y busca llamar la atención de las personas hacia su físico y no hacia su personalidad o las bondades de su corazón y en el más reprochable de los casos, busca llamar la atención de los hombres, como en abierta oferta.

A mi esta chica me simpatizaba y mientras todas las mujeres aguardaban su turno en solemne silencio, ella conversaba por su teléfono celular y dentro de su conversación se asombraba, se reía, ciertamente lo disfrutaba. El ‘ringtone’ de su teléfono era una musiquita árabe tipo ‘pop’ pegajosa y bailable. A su madre parecía no importarle, pero las demás mujeres también la miraban y ella, miraba “pa’ lante”. ¡Ja,ja! Toda ella era como un desafío no muy claro, pero viviente y andante. Me miró y volvimos a sonreír.  Su madre le preguntó algo, según intuí ella contestó como expresando desconocimiento sobre el asunto. Entonces la madre le preguntó a una de las mujeres en la hilera de asientos contra la pared a mi izquierda, al parecer nadie tenía una respuesta. La chica me sonrió nuevamente y me preguntó algo en árabe. Todas las mujeres del salón se voltearon a mirarme en espera de mi contestación. Las miré a todas, la miré a ella y supe que el tan temido momento de hablar con algún extraño sin tener la ayuda traductora de mi esposo o alguna de mis cuñadas había llegado. Admito que me puse nerviosa, que tardé mucho en reaccionar, tanto, que la chica volvió a repetir la pregunta y todas las mujeres esperaban por mi contestación. No sé cuánto tiempo pasó entre una cosa y la otra pero traté de recordar a toda prisa las palabras en árabe que tanto me hizo practicar mi esposo para cuando llegara este momento poder explicar a los demás que no hablo árabe y la verdad es que tenía todas las palabras confusas y agolpadas entre mi cerebro y mi lengua. Entonces se activó cierto mecanismo automático de manejo rápido de emergencias, las miré a todas, la miré a ella, mi boca se abrió y dije; “Sorry. I don’t speak Arabic.” Sí, en mi inglés de Sofía Vergara. Esta vez la cara de, ¡Oh! la pusieron ellas; algunas sonrieron, otras torcieron la boca y los ojos en un solo movimiento digno de ser fotografiado y ella me pareció que sonrió con total comprensión. Sin apenas poderme recuperar de tan embarazoso episodio, entró al salón otra mujer, y claro, como era yo la que justo le quedaba de frente me preguntó no sé qué cosa. Esta vez no me dio tiempo, ni de preocuparme o asustarme; se escuchó un coro al unísono de mujeres que dijeron; وقالت انها لا يتكلمون اللغة العربية, o sea, “Ella no habla árabe”. ¡Qué momento! Es que me dieron ganas de arroparme la cara con los retazos del hijab que me colgaban por el cuello.

 

Aquella sala de espera debió haber estado secretamente equipada de algún reproductor de sonido con amplificadores  integrados, porque la chica joven y bonita asistente del doctor se paró en la entrada y a diferencia del resto, a mí en lugar de por mi nombre se me llamó por señas. Sí, soy yo, la de nombre difícil e impronunciable que no habla árabe. Caminé sin mirar atrás y taconeando. ¡Carajo! Cuando estoy a punto de entrar me acordé de marido que ya venía a toda prisa a mi encuentro. ¿La consulta? Todo bien, según lo poco que mi esposo y yo entendimos de la ventrílocua pronunciación en inglés de nuestro médico estelar, es que apenas abría la boca cuando hablaba y juro que nunca le alcancé a ver los dientes. Pero muy profesional y agradable; ordenó análisis de sangre y orina y una tomografía con contraste como último recurso exploratorio. Salimos a toda prisa para el laboratorio ubicado en el primer piso, y cuando justo nos disponíamos a abandonar el hospital la chica “desafío viviente” se nos cruzó junto con la madre y nos volvimos a sonreír mientras ella levantando un poco la mano decía adiós.

 


Habrían pasado unas tres semanas, qué sé yo. Estábamos en el supermercado del único propiamente llamado Mall en Bengasi, mientras mi esposo hacia la fila para pagar la compra, yo mariposeaba con la vista sobre la gente, artículos y revistas. Escuché risas y conversación amena, era un grupo de mujeres joviales, aparentemente conocidas entre ellas, parecían haberse encontrado en otra de las filas del cajero. Sí que se la estaban pasando bien, yo las miraba y sonreía como si su alegría fuera contagiosa. Eran cinco o seis, todas de lo más maquilladas, vestidas de forma recatada pero en colores claros y además lucían modernas. Y de repente la vi, allí estaba, era una de ellas. Al parecer yo no puede ocultar mi alegría y una de las mujeres alcanzo a verme, las demás,  curiosas todas se voltearon a ver que tanto miraba la otra y allí estaba yo, de frente con una sonrisa de cuarto creciente, de oreja a oreja, feliz de haberme topado por accidente con una persona conocida, y zarandeaba la mano derecha de un lado a otro diciendo ¡Hola! Saludando de lo más efusiva, como si me hubiese encontrado con una amiga. Ellas estaban un poco confundidas, no sabían exactamente a quien saludaba hasta que mi amiga, la chica “desafío viviente” del hospital frunciendo el ceño me clavo una vista de esas tipo “zoom binocular”  y es verdad que tardó un poco, pero yo creo que me reconoció. Sí, debió acordarse de mí, porque un poco pasmada sonrió y tímidamente devolvió el saludo con la mano. Muy alegre y satisfecha yo tocaba insistentemente el hombro de mi esposo para llamar su atención y le digo; ¡Mira, mira! Mira quién está allí. Señalando el grupo de mujeres y él mira con su acostumbrada rigidez, ellas todas bajan la mirada (a hombres extraños no se les sostiene la mirada), se voltean y comienzan a cuchichear. Mi esposo al no conocer a ninguna me pregunta que a quién he visto. Y le digo, pues a ella, a la chica que conocí el otro día en el hospital. Algo confundido me pregunta, ¿La conoces? Y yo  caigo en cuenta, voy recogiendo la luna cuarto creciente que tenía dibujada en los labios y le digo, conocerla así de conocerla no, pero es la primera vez que me encuentro con alguien que ya había visto en esta ciudad. Las mujeres salieron del supermercado, unas hacia el estacionamiento y la chica “desafío viviente” junto con otra, entraron a la tienda de cosméticos que queda frente a la salida del supermercado. Salieron de allí sin mirar atrás. Una vez en el auto, de camino hacia la casa sin que hubiésemos entablado conversación previa mi esposo me miró y con un tono tierno que de verdad me conmovió me preguntó. ¿Aziza, hay veces en que te sientes sola verdad? Y yo, mirándolo en un tono nostálgico le contesté; No es que me sienta sola, porque te tengo a ti y soy feliz, es que hay momentos en los que extraño mucho a mis amigas.



* Daritza Rodríguez-Arroyo, Todos los derechos reservados de autor / copyright©.



 

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jueves, 1 de agosto de 2013

Vivirme la vida


Un amigo de Puerto Rico me pregunta que cómo me divierto ahora que vivo en Libia.

Quienes me conocen saben que mi salida favorita siempre fue la típica salida de ‘Cine y Cena’. Bueno aquí en Libia no hay cines y los restaurantes, casas de té (no hay bares o pub’s porque es un país musulmán y el alcohol es ilegal) y cualquier otro lugar de reunión público son solo para hombres. Los restaurantes más costosos advierten que cuentan con un salón familiar, que estará cubierto de cortinas para que ningún hombre de la calle o sentado en el salón principal pueda ver las mujeres de la familia. Las diversiones aquí se dividen entre las de hombres y las permitidas o bien vistas para mujeres. Las mujeres se divierten comprando, siempre van acompañadas de sus esposos y ellos te compran todo lo que necesitas o quieres de acuerdo a su presupuesto; disfrutan comprar de todo, alimentos en el supermercado, vegetales, frutas y artículos para el hogar en los mercados populares, maquillajes, joyería fina (mucho oro), ropa, también van al salón de belleza, a tatuarse diseños con henna e incluso algunas van al gimnasio (exclusivo para mujeres). He visto mujeres solas, pero no es muy común, además ese no es mi caso porque la familia palestina de mi esposo es bastante tradicional.

 La otra diversión es asistir a bodas. Aquí el matrimonio es el evento más importante en la vida de cualquier persona (tanto para mujeres como para hombres) y su familia. Se celebran muchos matrimonios y por todo lo alto. Cuando son familias adineradas son eventos que nunca olvidaras y si son pobres tampoco porque incluso con limitaciones económicas la familia y los vecinos cierran la calle y muchas celebraciones, las más humildes, duran varios días. Siempre las mujeres en un salón y los hombres en otro. Los libios, palestinos y árabes en general disfrutan visitar las casas de sus familiares y amigos; también es todo un acontecimiento con protocolo y todo, y más vale ir con hambre porque en una visita de una hora o dos, se sirve comida y bebida (tipo refrigerios y entremeses) de tres a cuatro veces. Si los lazos familiares son bastante cercanos, por ejemplo visitar a mis cuñadas, después que yo mantenga mi cabello cubierto con mi ‘hijab’ y vista mi ‘abaya’ (vestimenta larga) todos podemos estar en el mismo salón, si la visita es a una familia amiga, pues hombres en un salón de visitas y mujeres en otro, las casas y apartamentos cumplen con estas especificaciones de sala familiar y salón o salones de visitas.
 
En mi caso, salgo cuando mi esposo está en la ciudad, vamos a caminar 2 millas cuatro días a la semana (ves todas las parejas caminando, puede que la mujer que va caminando sola por el área de ejercicios es porque su esposo o algún hombre de la familia la está esperando en el auto estacionado en un área cercana, que sea una mujer soltera o viuda sin familiares cercanos del sexo masculino). Mi esposo y yo también vamos de compra, de visita a casa de sus hermanas y familias amigas y también hacemos turismo interno. Aquí en Libia hay ruinas antiguas de tiempos en que griegos y romanos anduvieron por estos lares, él es geólogo de profesión y yo una aventurera, así que este es un paseo que ambos disfrutamos mucho (Cirene city). También hay valles rodeados de montañas rocosas con cuevas donde antes vivían comunidades enteras y ahora son un espacio para que familias y parejas hagan pasadías (Wadi Al-Kuf). Además la compañía de mi esposo ya de por si es una diversión, nosotros conversamos mucho, gracias a Dios a pesar de nuestras diferencias culturales, de pensar y ver el mundo y la vida con cabeza y ojos diferentes, somos muy afines. Tenemos conversaciones interesantes que yo disfruto muchísimo y además nos reímos en cantidad, de nosotros mismos, de las cosas que nos pasan, nos reímos de todo lo que podamos reírnos y esto es algo que ambos apreciamos. Y bueno, cuando mi esposo se va por un mes a trabajar en el desierto, como ahora, pues no salgo, él compra todo lo necesario para que su familia en el primer piso no tenga que salir y a mí me deja también abastecida de todo lo que se pueda necesitar durante un mes, en caso de emergencia se llama a los esposos de las cuñadas casadas que viven cerca. Así paso un mes en la casa, escribiendo mi blog, volví  a escribir columnas de opinión para distintos medios, atendiendo mi tienda ‘online’ de túnicas y pashminas indias, hablo con mi familia por Skype todos los días y en el Facebook me mantengo en contacto y al día con mi otro mundo, ustedes. También tengo un TV con dos satélites conectados para ver canales de casi todo el mundo. Estoy disfrutando y aprendiendo mucho de esta experiencia, digamos que mi diversión favorita en cualquier parte del mundo, es vivirme la vida.
 
 
* Daritza Rodríguez-Arroyo, Todos los derechos reservados de autor / copyright©.
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