domingo, 30 de junio de 2013

La Visita


Habíamos quedado para las 6:00pm, visitaríamos a nuestro amigo, otro palestino que vive con su familia en un apartamento en el centro de Bengasi. A parte de ser el mejor amigo de mi esposo, fue quien me representó en corte (wali) con motivo de la firma del "Nikah" o contrato matrimonial, que por cierto, fue a distancia y finalmente después de tanto tiempo tendría la oportunidad de conocerlo y agradecerle personalmente todo su apoyo. 

Estaba emocionada, además de conocerlo la visita representaba una excelente oportunidad para salir con mi esposo y pasar tiempo juntos fuera del entorno familiar, o sea, salida en plan de pareja. Además aquí en Libia, como ya he mencionado, no hay lugares de entretenimiento y diversión, sobre todo si se es mujer; así que visitar los familiares y amigos es la actividad social predilecta. 

En Puerto Rico durante mucho tiempo mi vida transcurrió entre el trabajo en los casinos, las terapias de Reiki que ofrecía en mi apartamento, la visita semanal a mis padres en el campo, y las salidas de tipo “cine y cena” con mis amigas o con mi ‘pana’ Patricio; pero eso de visitar casas nunca estuvo entre mis actividades. 

En lo que llevo viviendo en Bengasi he hecho cuatro visitas, la primera fue a una familia libia y las otras a familias palestinas; también he presenciado visitas en la casa de mis suegros y he asistido a una boda libia y a un velatorio de palestinos. Créanme que todo conlleva un protocolo y algunas veces, específicamente este asunto de las visitas, envuelve todo un ritual que más adelante en el relato podrán conocer.

Mientras intentaba colocarme el ‘hijab’ de la manera más correcta -arte en el que espero perfeccionarme antes de que expire mi residencia en Libia- timbró el celular de mi esposo; ya eran las 6:20pm y nos esperaban. Le pregunté si tendríamos oportunidad de compartir los tres juntos, o si por el contrario estaríamos en salones separados como se acostumbra; aquí las mujeres se reciben en un salón de visitas y los hombres en otro. Mientras me ayudaba a colocar el último alfiler que aseguraba la inmovilidad del pañuelo sobre mi cabeza mi esposo me contestó que lo desconocía, que cada familia decide cómo recibe sus visitas. 

Salimos de casa a toda prisa, no sin antes recibir la mirada escrutadora de mi esposo, que en cada ocasión de salida se asegura de que yo esté correcta y aceptablemente vestida (cubierta). -La próxima vez no uses un perfume tan fuerte. Dijo al tiempo que me abría la puerta del auto. ¿Ya les dije que el perfume fuerte se toma como un elemento contrario a la modestia que exigen las buenas maneras islámicas y el sector más moralista y conservador de la sociedad en países árabes? 

Recuerden el rol de las feromonas y el asunto de la deducción. Mujer respetable no anda despertando pasiones al caminar por la calle; ha de cuidarse en asuntos de fragancias, maquillaje, ropa ceñida o reveladora, taconeo y claro, cubrirse el cabello y el pecho, en fin, no debe llamar la atención. Todo eso se deja para el esposo o con motivo de alguna fiesta.

Vivimos en Al-Kwayfiya, así que para llegar al barrio de Al-Salmani en el centro de Bengasi tenemos que manejar de 20 o 30 minutos. Ya son dos meses viviendo aquí y confieso no tener el más mínimo sentido de dirección, sobre todo con el asunto de las rotondas, las que mi esposo dice que pusieron porque nadie respetaba los semáforos. Entonces para mí cada salida es como un paseo nuevo, lo observo todo como si fuese la primera vez; con esa expresión de ojos nuevos, de paisaje recién estrenado. De vez en cuando comento que es la primera vez que transitamos alguna avenida y mi esposo con voz de repetidor programado me aclara que es la misma de hace algunos días atrás, o peor aún, la misma de siempre. 

"Deberíamos comprar algo, no está bien llegar con las manos vacías. Puede ser frutas. ¿Te parece?"; Propuso mi esposo. Al escucharlo recordé mi niñez; antes en Puerto Rico era costumbre visitar a los familiares y amigos, y que Dios nos librase de llegar con las manos vacías. Mis padres siempre paraban en alguna panadería y  llegaban a casa de quien fuese con una libra de pan sobao’, otra de agua y una cajita surtida con dulces de repostería; donas, quesitos, tornillos, bizcochitos borrachos. ¡Qué recuerdos! "Las frutas están bien, pero preferiría los dulces árabes, son más finos y además me muero por comerlos". 

Dicho y hecho, allí estábamos en una dulcería siria frente a dunas y dunas de tostado hojaldre y otras masas rellenas de frescos trozos de pistachos y todo tipo de nueces y avellanas, bañados en la miel más pura y exquisita que he podido probar. El aroma era envolvente, hechizante; me hacía flotar entre las bandejas y traspasar el vidrio de las vitrinas. ¡Si fuera mosca u hormiga! Lo que fuese, con tal de poder estar allí revolcándome entre los aromas, texturas y sabores más dulces de estas tierras tan ajenas.

 
 
El encargado, caja abierta y guantes en manos, le preguntó a mi esposo cuántos dulces serían y de qué tipo. Mi esposo respondió algo que como de costumbre no entendí, pero noté que su rostro estaba mucho más serio de lo acostumbrado. Le pedí que incluyera unos bocaditos de pistacho que lucían mucho más amelcochados que el resto y el asintió con la cabeza sin ninguna otra expresión y con su cara tensa le solicitó al encargado que incluyera  mi selección. El encargado ahora sonriente y parlanchín preguntó algo, mi esposo contestó seco y tajante; entonces el encargado estiró su brazo gordo y peludo hacia mí, ofreciéndome probar el bocadito que tanto deseaba y por el cual tenía la boca hecha agua. 

No me vi, pero de seguro puse cara de niña complacida y feliz, de seguro le sonreí al encargado y justo cuando de manera espontánea me disponía a corresponder el gesto, miré a mi esposo como quien solicita aprobación. El asintió con un movimiento de cabeza, tan serio y parco como antes, y yo procedí a aceptar el dulce también como antes, como niña complacida y feliz, satisfecha. 

Más que cargarla, yo parecía estar escoltando la caja con gusto, como cuando llevas un tesoro y así con la boca aún llena, saboreándome la melcocha de miel y los pistachos le pregunté a mi esposo por qué estaba tan molesto. "Por la falta de respeto del vendedor sirio. No te quitaba los ojos de la cara, sobre todo después de darse cuenta que eres extranjera. Me miraba a mí y luego de reojo te miraba a ti"; dijo totalmente amargado. "No me di cuenta. Pero pienso que fue un gesto amable obsequiarme el dulce"; le comenté. "El respeto es más importante, sin respeto se anula la amabilidad"; ripostó. "¿A qué te refieres?", pregunté. "A que pudo ser amable y respetuoso a la misma vez, él es árabe, sabe que no debe dirigirte la palabra a ti en ningún momento, que no debe mirarte a la cara de forma tan insistente, todo lo debe tratar conmigo y que el dulce me lo debió dar a mí, para yo ponerlo en tu mano. ¿Comprendes?", finalizó. "Y sí, estando aquí, lo comprendo perfectamente", contesté.

Llegamos impuntuales a nuestra cita, pero dulces en manos. Con mucha dificultad subí las escaleras hasta el cuarto piso del viejo edificio; eran angostas, de escalones cortos con el mármol del piso y el pasa manos quebrados en algunos tramos, además de tropezarme con los zapatos y chancletas que cada residente había dejado frente a su puerta (a fin de aligerar su salida supongo), también tenía que lidiar con eso de no saber caminar con ‘abaya’ (vestido largo, preferiblemente en color negro con el cual la mayoría de las mujeres se cubren para salir) y andar pisándola a cada paso (otro arte que debo perfeccionar antes de partir). Mi esposo me miraba desde unos cuantos escalones más arriba y sonreía con una mezcla de lástima y comprensión.  

"¡Salam Aleikum!", dijo nuestro amigo al abrir la puerta. Mi esposo y él se abrazaron mientras se proferían palabras y frases de respeto, admiración y bendiciones en árabe, como dictan las buenas costumbres por estos lares. Yo apenas alcancé a contestar el saludo con un ‘Wa Aleikum Salam’ y estrechar su mano. Una chica de cabellos cubiertos, estatura mediana, tez blanca y ojos grandotes estiró su delgado brazo a fin de desviarme hacia la dirección contraria de donde vi desaparecer a mi esposo y a nuestro amigo. Se trataba de una de las hermanas; demás está decir que no volví a verlos durante el resto de la estancia. 

Pasamos a un salón de alfombra roja, de cojines y almohadones en combinación al ras del suelo (sí, los mismos de los cuales me cuesta tanto trabajo levantarme) y allí me esperaba la madre de nuestro amigo, otra de sus hermanas y una prima. También había varios niños; dos varoncitos de unos cinco o seis meses de nacidos, una niña que me miraba toda extrañada y otra que dormía  a ‘pata suelta’ en el medio del salón, como si ella fuese el centro del universo y toda la vida dentro del mismo estuviese en absoluto reposo. ¡Qué envidia!
 
Cuatro besos con la madre, alternando las mejillas, la de los ojos grandes me dio dos, las otras chicas no sé cuántas veces me besaron, perdí la cuenta; pero si creían que esa costumbre europea de besar dos veces en el saludo o en la despedida era excesiva, les cuento que en la cultura árabe van más lejos. Según me explicó una de mis cuñadas,  dos besos alternando mejillas si nos vemos todos los días y cuatro si nos  vemos muy poco o por primera vez. 

A la madre la había conocido en la celebración de mi matrimonio, celebración que fue una muy sencilla e íntima, sólo con los más allegados, pues que tu único hijo se te case con una extranjera, no árabe y no musulmana, no es motivo de mucha alegría y orgullo en ninguna familia árabe tradicional. La recuerdo como una invitada muy simpática, una de las únicas dos que hablaban inglés y con las que pude interactuar. 

Aquel día cubría su cabello, hoy estaba sentada conmigo, en su casa, de lo más relajada y mostrando su cabello corto. Me presentó a cada una de sus hijas y a sus nietos, preguntó por la familia de mi esposo y por mi familia en Puerto Rico, para entonces una de las chicas nos servía un platillo de nueces mixtas. La chica de los ojos grandes era la que más dominio del inglés tenía, ayudaba un poco a la madre en caso de que esta no encontrara las palabras y traducía a las demás si es que surgía alguna pregunta o querían comentarme alguna cosa. Muy simpáticas y atentas todas, y ésta no paraba de hablar mientras gesticulaba y zarandeaba a su hijo en brazos. Era un bebé hermoso, de esos hechos rollos que te dan deseos de apretar hasta que lloren. 

Pasaron la bandeja del té rojo, líquido preciado que reluce a través del vidrio transparente de los particulares vasitos (puede ser té rojo, verde con menta al estilo árabe o a lo turco); tras sumergidos los terroncitos de azúcar es divino escuchar el sonido que emiten las cucharillas que se deben agitar lentamente y en forma circular para que los aromas y sabores del té se resalten y hacerse desear (es de mis sonidos y momentos preferidos). Junto con el té se sirvieron unas galletitas rellenas de higos y dátiles, de textura suave y fresca. La madre me preguntó que si me acostumbraba, que si me gustaba  Libia. Contesté que aún estaba en pleno proceso de adaptación y que me gustaba estar con mi esposo. Ella me miró con compresión y me comentó que era palestina nacida en el Líbano, pero que cuando sus padres la casaron con uno de sus primos emigraron a Libia, porque en aquella época había trabajo. 

La chica de ojos grandes entregó el bebé a la madre y fue en busca de su álbum de boda, casarse es el acontecimiento más importante en la vida de estas personas y sólo es precedido por el  ‘hajj’, la peregrinación a la Meca que todo musulmán debe realizar al menos una vez en la vida, todo lo demás  es secundario.



Es difícil la vida en Libia, le dije a la madre, sobre todo si se es extranjero como todos nosotros y más aún siendo mujer. La madre asintió pero el “Adhan” (llamado a la oración) nos interrumpió y ella aprovechó que la hija me mostraba el álbum de bodas, se colocó su ‘hijab’ y allí en medio del salón de visitas entre el ruido del televisor de pantalla plana, las conversaciones a tres idiomas (la mímica es nuestro tercer idioma), los juegos de los nietos y el reposo de la niña que aún dormía, la mujer se dio a la oración mostrando su respeto y sumisión a Allah. 

"¿Ya tu esposo te enseño a orar?" preguntó Ojos Grandes. "En esas estamos", contesté evitando profundizar en el asunto. "¿Piensas regresar algún día a tu país?, fue su segunda pregunta. "Supongo que sí, allí está mi familia", contesté. "¿Te quieres llevar a tu esposo contigo?", tercera pregunta. "Sí, debe conocer a mi familia personalmente algún día", contesté ya un tanto atolondrada. "¿Si se va contigo, volverían a Libia?", continuó La entrevista. "Supongo que sí, aquí está su familia", concluí. 

Ojos Grandes dijo ser maestra de profesión, pero no me quedan dudas de que siempre quiso ser periodista o abogada, quizás oficial de aduanas. ¡Vaya interrogatorio! ¡Carajo! De repente una de las chicas se apuró en cerrar la puerta del salón y desde mi almohadón pude ver como la otra se asomaba desde la cocina esperando alguna orden o señal que le dejara saber que podía cruzar de un lado al otro. Habían llegado hombres a la casa; el padre de nuestro amigo acompañado de un hermano, otro hijo, un sobrino y algún otro pariente. Una de las chicas se cubrió el cabello, los recibió y trajo al padre al salón para que yo lo conociera; no sin antes cerciorarse de que yo estaba cubierta. 

"¡Salam Aleikum!", dijo el hombre a la vez que me dio la mano y me saludo con efusividad. Detrás de él, llegó la bandeja de las frutas, las copas de agua y unos bombones de chocolates. Yo seguía sentada al ras del suelo con aquel festín a mi alrededor. La madre me preguntó si mi esposo era buen marido, yo contesté que el mejor; ella sonrió y aseguró que era un hombre educado, de buenos sentimientos y que él y su hijo tenían la misma mentalidad, que por eso eran tan amigos. Ojos Grandes interrumpió y agregó que por lo mismo ambos habían decidido casarse con mujeres extranjeras. En el momento no sabía si el comentario era bueno o malo, pero recordé que nuestro amigo está comprometido con una ucraniana y que ahora son ellos quienes están en la incertidumbre, en la espera, en las oraciones, en la paciencia, viviendo ese amor a distancia que pocos entienden y respetan, pero que muchos juzgan y no le tienen confianza. 

"¿Quieres tener hijos? ¿Cuántos? ¿Has manejado un auto alguna vez? ¿Fuiste a la universidad? ¿A qué te dedicabas? ¿Cómo es eso de que anteriormente estuviste casada? ¿Tu esposo anterior era bueno contigo? ¿Sabes cocinar? ¿Te gusta estar en la casa haciendo los quehaceres y cuidando niños?... "

Escuché la voz de mi esposo, al parecer se despedía de los demás caballeros. De inmediato me puse de pies y comencé a besarlas a todas; dos, tres, cuatro veces, ya no sé cuantas. La niña centro del universo nunca despertó y la madre muy atenta y cariñosa me dijo que volviera cuando quisiera, que le pidiera a mi esposo que me llevara en otra ocasión, para un almuerzo. Ojos Grandes toda sonrisa y efusividad se despedía con evidentes ganas de más chachara, los demás niños jugaban y comían las frutas, mientras las otras dos chicas sonreían emocionadas por la novedad que para ellas representaba tener una extranjera no árabe de visita en el hogar. 

Me encontré con mi esposo  y nuestro amigo en el pasillo, volví a extenderle la mano, le agradecí toda la ayuda prestada, le comenté que su prometida me había contactado vía correo electrónico y le desee que Dios les permitiese estar juntos muy pronto, tal y como lo había hecho con nosotros. Nuestro amigo también nos invitó a repetir la visita, me dijo que esperaba que su prometida y yo nos convirtiésemos en buenas amigas, se despidió contento y esperanzado. 

Una vez se cerró la puerta nos colocamos nuestros zapatos y bajamos el espiral de escalones maltrechos a toda prisa, estábamos retrasados para recoger a una de mis cuñadas a la salida del trabajo en un salón de belleza al otro extremo de la ciudad.

"¿A quién le entregaste los dulces?, preguntó mi esposo mientras conducía. "¿Qué dulces? ¡Ay los dulces!", reaccioné llevándome las manos a la cabeza. "Tú los tenías en las manos. ¿Qué pasó?, preguntó preocupado. "Que ahora que caigo en cuenta recuerdo haber entrado con ellos, pero no sé a quién se los entregué o quién los cogió, pero lo más jodido de todo es que no me ofrecieron ni uno", comenté consternada. 

Mi esposo se echó a reír y me explicó que muy rara vez le ofrecen a la visita de lo mismo que ésta lleva, se considera de mal gusto, de poca clase; significa que en la casa hay escasez y que no había nada para ofrecer. Me quedé callada y él me miraba con ganas de seguir riendo, quizás sorprendido de que yo no argumentara. 

Entonces pensé; ¡Que Allah bendiga las manos del sirio que me obsequió aquel dulce! Que si no hubiese sido por su “irrespetuosa amabilidad” la puertorriqueña en Libia se quedaba con los deseos. Aunque para ser sincera y como diría mi amigo Patricio, me quedé “con gusto a poco”, así que para la próxima visita llegamos con frutas, pistachos o galletas, pero los dulces sirios de ahora en adelante son para comerlos nosotros en casa.


* Daritza Rodríguez-Arroyo, Todos los derechos reservados de autor / copyright©.

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sábado, 8 de junio de 2013

El fuego de Bengasi



Estábamos todas las mujeres en el salón principal de la casa, echadas en los almohadones, charlando y comiendo semillas de calabaza y girasol mientras aguardábamos el regreso del servicio eléctrico con la esperanza de ver el segmento final de Arab Idol. El celular de una de mis cuñadas sonó y al atender la llamada su expresión fue de evidente preocupación, cuando se dispuso a ponernos al corriente lo único que puede entender fue la palabra Baba (Papá) un sinnúmero de ocasiones. También me preocupé porque mi suegro había salido en dirección al centro de Bengasi a buscar a una de mis cuñadas al trabajo. Como ya está bastante mayor y le falla la vista, procura irse temprano cuando aún la luz del sol alumbra la carretera y puede manejar su vieja camioneta Volvo un poco más relajado. De repente todos los celulares comenzaron a sonar y ante la conmoción de la noticia nadie se ocupó de traducir y yo por otro lado no encontraba el momento conveniente de solicitarlo. La segunda palabra que entendí fue ‘RPG’, sí así mismo, con sus siglas en inglés. De primera intención lo relacioné a los videojuegos, pero era evidente que esta vez no se refería a nada que pudiese divertir. A distancia se comenzaron a escuchar las detonaciones y poco después la sirena de las ambulancias. Otra de mis cuñadas (tengo seis) entró a la casa toda despavorida porque estando en el jardín jugando con los niños alcanzó a escuchar a los vecinos decir desde el otro lado del muro, que habían cerrado el paso hacia el centro de Bengasi a causa de un enfrentamiento a tiros (finalmente alguien traducía). Las demás intentaban llamar a los esposos o a la más pequeña de las hermanas que había llegado la noche anterior desde Sabha –ciudad del suroeste del país, a 460 kilómetros de Trípoli- para atenderse una condición médica en la  ciudad, pero la comunicación desde los teléfonos celulares había quedado interrumpida. Mi suegra se llevaba las manos a la cabeza y alzaba los brazos al cielo mientras le suplicaba a Allah que devolviera con bien a cada uno de los familiares.

Al rato llegó mi suegro muy conmocionado, se paró en medio del salón y exclamó algo que no entendí en voz alta. Se sentó en uno de los almohadones de esos que se usan en los salones de estar árabes y que quedan al ras del piso, a contar lo sucedido mientras todas las mujeres lo escuchaban atentas, pero esperando ansiosas la oportunidad de hacer preguntas y comentar. Se veía sofocado, cansado; con su rostro colorado y su poco cabello blanco todo alborotado. Una de mis cuñadas le alcanzó un vasito de té rojo y mientras Baba le pegaba sorbos, las mujeres aprovecharon la oportunidad de hablar todas a la vez; yo solo entendía cuando decían ‘RPG’ y Allah, sin encontrar, nuevamente, oportunidad para solicitar traducción.

El calor era insoportable. Linterna en mano subí las escaleras y me regresé a mi habitación. Aprovechando que estaba todo oscuro me dispuse a violar una de las más estrictas reglas de la casa y abrí una de las ventanas, la que da al jardín que está cubierto de árboles frutales y aromáticos, estampa irrepetible en este barrio y difícil de encontrar en esta ciudad costeña. Me recosté en la cama mientras intentaba establecer comunicación con mi esposo que tras un mes trabajando en el desierto aún no regresaba. Fue imposible escuchar su voz y contarle lo que estaba pasando, el servicio de comunicación celular seguía interrumpido. Me quedé dormida con la  brisa que entraba por la ventana y el eco confuso de las detonaciones lejanas. ¡Aziza! ¡Aziza! Me llamaban dos de mis cuñadas. _ ¡Cúbrete! Vamos al techo, al tercer piso, que desde allí se ve el fuego de Bengasi. Así, a oscuras tomé el primer pañuelo que encontré, me lo tiré sobre la cabeza y aguantándomelo con las manos alrededor del cuello las seguí. Ellas, expertas subiendo y bajando escaleras a oscuras, me guiaban a toda prisa. El mármol se sentía frio bajo la planta de mis pies, advirtiendo que en la azotea  el viento soplaba frio en franco contraste con la temperatura del interior. Los niños de la casa corrían y jugaban contentos sobre la azotea, como si fuera un parque, campo abierto, reían y gritaban, complacidos con los puntos de luces rojas que precedidos por las detonaciones cruzaban el firmamento; tan ingenuos, tan indiferentes. Mis cuñadas y yo nos subimos sobre bloques para poder elevarnos apoyadas contra la media pared que circunda la azotea y poder ver más allá del techo de las otras casas, del minarete de la mezquita más cercana; para poder contemplar lo que para nosotros era un espectáculo pirotécnico en 3D, pero que para muchos en Bengasi  eran las luces de la muerte y la desgracia que no cesan, que no acaban.

* Daritza Rodríguez-Arroyo, Todos los derechos reservados de autor / copyright©.





 





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lunes, 3 de junio de 2013

¿Más higiénico? Imposible



¿Más higiénico? Imposible. Sobre todo si es con Lux. Desde mi llegada a Libia he querido compartir mis impresiones sobre el asunto de las prácticas higiénicas existentes aquí, sobre todo a la hora de ir al baño y satisfacer quizás la más urgente de las necesidades fisiológicas del ser humano. Nunca le había preguntado a mi esposo ni a ninguna otra persona sobre el manejo de estos asuntos, así que el día que llegué y mi esposo se dispuso a mostrarme la que sería nuestra casa -ubicada en el segundo piso de la de sus padres- me tocó entrar al baño y quedar alarmada. _ ¿Y para qué es esta manguita que tenemos aquí? Pregunté yo, de lo más ignorante. _Pues para asearte después de hacer tus necesidades, me contestó él en su inglés arabizado. _ ¿Pero y cómo? ¿No hay papel higiénico? Sigo preguntando toda incrédula. _ Pues no, porque de higiénico no tiene nada. Contestó él mientras sonreía de lo más divertido y procedía a abrir la ventana para que entrara un poco de luz, mientras yo  seguía mirando aquella manguita que colgaba quietita de los azulejos de la pared con miedo a que fuese a tomar vida, a transformarse en serpiente intrépida y escurridiza, y atentase contra mis partes íntimas. Entonces mi esposo me llamó por mi nuevo nombre, _¡Aziza! Y me colocó en la mano una barra de jabón y una toallita limpia. _ ¿Y esto? Vuelvo a preguntar. _Es que solo con agua no es suficiente. Cada quien tiene su jabón y su toalla personal, me explicó mirándome a los ojos. Yo no podía ocultar la perplejidad, ni él la gracia que en el fondo todo esto le causaba. Entendiendo que todo había quedado claro, mi esposo abandonó el cuarto de baño dejándome allí sola e indefensa, a expensas de ser atacada por la serpiente higiénica. En ese momento hubo corte de luz, cosa que sucede varias veces al día por estos lares, yo apreté el jabón en mi mano como si fuese uno de esos amuletos contra la maldad y las adversidades, y salí del baño lo antes posible. Una vez en el pasillo que conduce a la cocina y a nuestra habitación el servicio eléctrico se restableció, me detuve bajo la tímida luz de la bombilla y me percaté del empaque de la barra de jabón. Decía: “Lux Toilet Soap, Secret Bliss for enigmatic scent that lasts with the scent of Egyptian violet & Elemi Oil". Por eso digo que más higiénico imposible, sobre todo si es con Lux.


P.D. Gracias a mi nuevo amigo-bloguero VPJaime, español radicado en Trípoli,  que con uno de sus relatos me animó a publicar mis impresiones sobre este tema.
 
* Daritza Rodríguez-Arroyo, Todos los derechos reservados de autor / copyright©.

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